El fastidio que le causaban los números siempre venía acompañado de malas calificaciones; hasta el momento había logrado aprobar sus estudios de arrastre. El quinto grado auguraba un año lleno de mareas matemáticas en las que solo la barca de la geometría lograba mantenerse a flote; sin embargo, la jubilación de la inmortal señorita Lizcano llegó, dándole un giro inesperado a su vida.
Él era diferente, estaba lleno de juventud y ganas por enseñar; no le molestaba explicar de nuevo o retomar un tema ya visto. Él era la solución a cualquier problema y la respuesta de cualquier incógnita. El prodigioso profesor le obsequió a Emilia el mejor regalo de su vida: el amor por las matemáticas. La mano en el hombro era el mayor premio para cualquiera que se arriesgara a pasar al tablero; las notas ya no importaban porque sencillamente hasta los errores ganaban puntos apreciativos. Nunca un año escolar había sido tan placentero.
Con el paso de los meses, la admiración de Emilia por su profesor crecía, al igual que su cuerpo; para los exámenes finales, la niña ostentaba el primer lugar en su clase y una naciente figura de mujer que llamaba la atención. Por eso, cuando la mano del profesor pasó de su hombro a su rodilla, se sintió extraña. Su cercanía la incomodó al extremo de querer vomitar, y es que la inocencia es frágil, por eso no dijo nada a nadie, pues pensó que la castigarían. Durante los días siguientes, la niña se mantuvo distante de cualquier situación que la acercara a su profesor; el temor que le causaba su presencia la enfermaba. Solo deseaba que el año terminara. Los resultados finales no fueron los esperados: en rojo, un 1.0 en el examen de matemáticas coronaba el boletín de notas. Emilia no dio explicación alguna, solo pidió a sus padres que la cambiaran de colegio, porque para ella las matemáticas apestaban.
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