«No se pierde la inocencia en una vez. Hacen falta muchas caídas para que emerja de pronto un rostro serio, pero calmado, algo triste, pero más seguro y confiado. Confiado en su refugio, en sus distancias. Con menos ilusiones, pero también menos sofocos. En su «esto sí» y «esto no». O «aquí sí» y «aquí no»». Eso decía la señora Paquita, sentada en la silla, a la puerta de su casa. Apoyada en el bastón y con gafas cuadradas, el delantal puesto. ¡Olía tan bien siempre en su casa!. Mi amigo Pedro, nieto suyo, le preguntaba «no te entiendo abuelita. ¿Cuántas veces hace falta caerse?». «En eso, cada persona es un mundo, Pedro. Pero no pasa nada por caerse, no es nada malo». El final de verano estaba próximo. Era una tarde nubosa y corría un aire suave, fresco. Pedro y yo estábamos sentados al lado de Paquita, algo recostados en nuestras sillas, esas sillas plegables que se abrían en un santiamén. El paso lento de esos grandes nubarrones anunciaban tormenta. Creo recordar incluso la velocidad lenta a la que se movían.
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