Aunque ya no era un bebé, mantenía su fe en las historias de hadas; por eso guardó con cuidado la última pieza de su tesoro dentro de una servilleta de papel y la puso bajo su almohada y, sin reproches, temprano se fue a dormir.
Escuchó entredormido unos pasos que se acercaban a su cama, se mantuvo inmóvil, pero vigilando por el rabillo del ojo. Le sorprendió ver a su mamá en puntillas; sintió como suavemente sacaba el pequeño presente y ponía una moneda. Decepcionado se fue a dormir; todos estos años había sido su mamá quien tomaba sus dientes y le obsequiaba una moneda. La emoción de recibir una visita nocturna por cuenta de un ser mágico llegó a su fin esa noche.
Al despertar, buscó a la mujer que lo había estado engañando durante tanto tiempo para encararla, pero verla cantando mientras hacía el desayuno hizo que su indignación se esfumara; a cambio, la abrazó por la cintura con fuerza y le dijo: «Gracias por ser la mejor mamá del mundo; ya no tienes que ocultarme que trabajas como hada de los dientes por la noche».
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