La primera vez que Valeria vio llorar a su padre, tenía ocho años. Era domingo, justo después del almuerzo. Él, siempre erguido y firme como un roble, se derrumbó junto a la ventana, con la mirada perdida.
Valeria, aferrando su muñeca favorita, no entendió qué ocurría. Se acercó con cautela.
—Papá, ¿estás bien?
Él se secó las lágrimas con brusquedad.
—Sí, cariño. Sólo pensaba en cosas tristes.
Esa noche, su madre explicó lo que su padre no pudo: habían perdido la casa de la abuela. «Un problema con los papeles», dijo. Pero lo que quedó grabado en Valeria no fueron las palabras, sino el vacío en los ojos de su padre.
A los diecisiete años, Valeria vivió otra lección. Era verano, y en la feria del pueblo conoció a Samuel, un chico de sonrisa fácil y palabras que prometían eternidad. Entre susurros bajo las estrellas, juró amor, aventuras y un futuro juntos.
Pero el verano acabó, y con él, Samuel desapareció. Valeria lo buscó, pero las respuestas eran siempre las mismas: «Se fue», «No dejó dicho nada». El golpe no fue inmediato; llegó como un desgaste lento, en el que cada recuerdo perdía brillo, dejando sólo las grietas de lo que alguna vez fue.
Ahora, con veintiséis años, Valeria miraba al espejo de su pequeño apartamento en la ciudad. Sus ojos, que alguna vez reflejaron un mundo lleno de posibilidades, ahora llevaban las huellas de las lecciones aprendidas a través de los años. Pero había algo más: una fuerza silenciosa, un entendimiento profundo de que la vida no se trataba de evitar el dolor, sino de aprender a vivir con él.
Tomó su bolso y salió al mundo, lista para enfrentarlo una vez más. Porque aunque había perdido la inocencia, había encontrado algo mucho más valioso: la resiliencia.
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