El mirlo.

El mirlo.

Lachicadelclub

20/01/2025

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No me gustan los pájaros. Huelen raro y su corazón: vivo, frenético, agobiándote con su agobio, me incomoda. Me recuerdan a mí. Ganas, ansias y capacidad de volar, que se quedaron frenadas en algún momento entre los diez años. Fue aquí. En esta misma casa. En este cuarto de baño. Tras la taza del wc, que encontré un mirlo. Lo cogí y… «¡oh, qué monada!». Qué carita, qué bonito pico amarillo y sus ojitos entornados.

Cuando eres niño no ves que está sufriendo. Agotado de una noche de viento y frío que no lo dejó volar. Lo guardé entre mis manos y el pecho. Le di calor, y él intentó no morirse. Niños y su sesgada visión de la realidad.

Obvio: mi abuela, al tardar más tiempo del permitido en el baño, fue a buscarme.

Apareció frente a mí. Con el mismo color que el mirlo, y casi con el mismo tiempo de vida en cuenta atrás que ese montón de plumas. Se desencajó su mandíbula al observarme de esta guisa: sentada en el wc, y acariciando esa bestia oscura que trae “mal bajío”. Esas fueron las funestas noticias que ese asqueroso pájaro arrastró a mi casa.

El resto es confuso. Solo veo a mi abuela con sus ojillos azules explicándome, mientras tira de mí, cómo ese bicho luciferino tiene que salir de esta casa con el mayor de los castigos o pasarán cosas horribles; como que ella o mis padres mueran. Lo siguiente que recuerdo es el mirlo en mi mano. Su último nido. La farola derramando un lecho amarillento sobre la acera, como mantequilla podrida en una tostada quemada. Me alumbró el trocito de suelo; diana donde debía estrellarlo. ¿Y sabes qué?

Lo hice.

Recuerdo su sonido hueco al golpear y una afirmación satisfecha de mi abuela. Una especie de gruñidito orgulloso.

No pude dormir. Esa misma farola bañaba en mantequilla mi habitación, colándose para verme por el balcón abierto. Iluminaba la colcha. Las patas del armario isabelino. Iluminaba mi mano, que dejé fuera del colchón, porque fue la única forma que encontré de frenar la culpa; concentrándola en la palma y los dedos helados. Pero trepó como el tiempo. No conforme con la mano, agarró mi muñeca. Se deslizó al antebrazo como un susurro y a la axila izquierda… Frenándome el corazón. Lo único que tenía para volar.

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