La bufanda ya no le cubría a causa del terrible viento que le empujaba hacia adelante. Iba de la mano de su mamá e intentaba pisar solo lo blanco del paso de peatones mientras se regodeaba imaginándose bailando aquella canción de dinosaurios que tantas veces había escuchado en la tele. En su mano izquierda arrastraba a Puli, el oso destrozado que le acompañaba, incluso en la bañera, desde que tenía uso de razón.
Se sentía protegido.
A lo lejos apareció ella con su increíble melena y esos bonitos hoyuelos que aunque aún no se veían, ya se podían intuir. También iba acompañada de su mamá, aunque sin muñeco.
La distancia entre ambas parejas se iba reduciendo y el sudor por planear qué hacer le abarrotaba ya toda su frente.
Su brazo derecho comenzaba a temblar intentando soltarse de su progenitora, sin éxito. El izquierdo lo dejó inmóvil, pretendiendo parecer que solo llevaba a Puli para transportarlo.
La distancia ya era mínima y los nervios estaban en el punto más álgido que en su corta vida recordaba.
Consiguió zafarse del brazo agarrado y dejó caer al oso para saludarla con voz ronca y como hacía cada mañana cuando se veían en el colegio. El viento hizo una pausa y bastó un simple hola que fue respondido de igual manera.
La madre lo miró sonriendo una vez pasado el momento, recogió a Puli del suelo y lo guardó en su bolso decidiendo que por esta vez podría cruzar la calle sin agarrarlo.
Liberados los nervios y las manos, anduvo sonrojado por la situación y pensando si ella se habría dado cuenta de todo. Se encontraba tan absorto que pasó sin percatarse si pisaba sobre blanco, o sobre negro.
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