Cuando eras pequeña, mi hija, te creía longeva pese a los diminutos dedos con que pulsabas las cuerdas del aire y ese llanto de gatito hambriento.
Fueron pasando los días y los meses y los años y languideció tu voz de gato, al tiempo que tus manos blandían una guitarra con que enfrentarte al mundo, ese mundo que te comías con tus ojos de búho y tu hacer atolondrado.
Una noche de guateque y de pandilla junto a aquel acantilado, tocaste todas las canciones de tu repertorio. Mientras se iba abemolando el sonido, se te subió el alcohol hasta las alas. Se apagaron las notas y la hoguera. Y extendiste los brazos para ser gaviota entre risas y chanzas.
Entre las rocas, apenas vislumbraron tus amigos una sombra de sueño y de murciélago.
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