Cuando volvió del verano, Víctor hablaba combinando agudos y graves sin ningún control, se rasuraba el bigote, que ya no era tan incipiente, y había empezado a lavarse la cara con un jabón especial para la piel grasa. La tarde después del primer día de instituto, antes de empezar el entreno con el nuevo club de fútbol como cadete, jugaba con la pelota a un lado del río. Al otro lado, una cría de garza sacaba la cabeza del nido. Víctor daba toques con la cabeza, con las rodillas y luego con el empeine. Cada toque, una pregunta. Una detrás de otra en un bucle que parecía la estela de las bolas de un malabarista. Tan concentrado estaba, que se fue desplazando, sin darse cuenta, hasta la orilla del río. De pronto, un wasap de su recién estrenado reloj. Entonces, dejó de mirar la pelota por unos segundos, se le cayó y fue río abajo. En ese instante, ignorando que por encima de él la cría de garza había empezado a volar, corrió a buscar la pelota. Sus piernas estaban más musculosas y su capacidad pulmonar había aumentado, así que creyó que podría alcanzarla. Estaba dispuesto a mojarse. Pero no. El río bajaba con fuerza.
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