Al principio, la vida era un campo sin fin, donde los días eran largos y las sombras, invisibles. El verano se deslizaba como una brisa cálida, y las risas se mezclaban con el canto de los grillos, mientras corríamos descalzos por el jardín. La infancia, un edén sin fronteras, se sostenía en el frágil equilibrio de lo sencillo: el sol a las tres de la tarde, el sabor a tierra en las manos, el murmullo de las conversaciones de los adultos, que quedaban atrapadas en el aire, como palabras incompletas.
Fue una tarde gris cuando empecé a notar la diferencia. El mundo, antes tan claro, se hizo más grande, más inquietante. Mi hermano mayor, al que siempre había seguido con una devoción silenciosa, me miró de repente con una expresión que nunca antes había visto. Sus ojos, llenos de algo nuevo, ya no eran los de un niño. “No lo cuentes,” me dijo, y sus palabras se quedaron suspendidas en el aire, como si en ellas hubiera una puerta que se cerraba entre nosotros.
Esa tarde, mamá me invitó a acompañarla al mercado. El ambiente estaba cargado de una tensión rara, algo que no sabía nombrar, como si todo fuera un rito de iniciación. Las mujeres que hablaban a gritos entre las frutas y los quesos, los hombres que pagaban sin mirarse a los ojos, los paquetes de cigarrillos, el perfume denso de los cafés, se volvieron extraños y lejanos. Yo quería huir de esa multitud, esconderme detrás de los colores brillantes de las telas, pero algo me retenía. El ruido de la ciudad me invadió de golpe, y vi el rostro de mamá, marcado por una preocupación que antes no conocía.
Al volver a casa, las sombras se alargaban. El jardín ya no parecía tan grande, y la risa en la que solía sumergirme parecía distante, como un eco. Y supe, por primera vez, que algo se había ido. El paraíso infantil se disolvía, lentamente, bajo mis pies, dejando un sabor amargo que no podía comprender, pero que ya no se iría.
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