El silencio de la mirada a menudo esconde secretos del alma.
Arrastraba silencios que pesaban demasiado y que el cuerpo mostraba sin palabras. Ojos tristes que explicaban historias que solo él conocía. La alegría infantil dejó paso a la ansiedad que ahoga. Los juegos cambiaron de repente. Tenía cinco años. Su cuerpo exploraba una extraña fascinación, sus juegos habían dejado atrás al niño invitando al desconcierto. Nada que ver con el juego infantil. Y ese terrible silencio que mantenía prisionero su secreto. Juguetes nuevos a cambio de callar lo que el cuerpo mostraba. Nada que hacer. El precio del silencio es barato en un niño y la lealtad familiar no se cuestiona. Bajo el disfraz de un juego sin importancia pueden esconderse las argucias de un lobo. El miedo, también eterno compañero, acompañaba el discurrir de un tiempo que le cubría como una losa y no le dejaba crecer. Tenía demasiado que perder: una casa en la que vivir, una madre a la que proteger y pequeños privilegios infantiles en forma de juguetes comprados en cualquier bazar.
Las agujas del reloj nunca se detienen, las hojas del calendario dan testimonio mudo de un espacio interior. Prisionero de una infancia de la que no sabía salir, prisionero de sí mismo llego a la adolescencia como un bebé eterno que se empeñara en mantenerse puro, limpio, nuevo. Esos ojos continuaban mostrando el silencio encerrado que se había convertido ya en parte de él. Difícil dar la zancada que cruza la línea más allá de la infancia. Sin querer crecer. Sin interés por el mundo o la vida. Solo jugar, esconderse, escapar de si mismo. Al borde del abismo frente al paso que cruza la línea sin retorno. Confuso, con esa incertidumbre que le confería la inocencia perdida desde la inconciencia, Muñeco de trapo. Hijo de una vida que no eligió pero de la que no era capaz de escapar. El miedo, compañero fiel le cosía los labios. Inocencia inocente en mitad del desastre. Camino empedrado de renuncias y la enorme duda de no saber si al crecer, tal vez, también él podía convertirse en lobo.
Junto a él, el tiempo compañero eterno, testigo impasible que aun viéndolo todo nada puede contar.
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