Piel de lágrimas

Piel de lágrimas

Ana Hopi

15/02/2025

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Mi mundo era perfecto; tenía una acogedora habitación azul en una hermosa casa, unos padres cariñosos, mi hermanita Claudia con su pelo de querubín siempre abrazada a su osito de peluche, y mi perro Ernezto, que solo yo llamaba así, debido a que por aquel entonces tenía un problemilla con la quinta letra de su nombre.

Recuerdo esa noche; mi padre llegó a casa antes de lo habitual. Corrimos a recibirlo, pero estaba visiblemente pálido, desencajado y nervioso. Nos mandó a la cama sin el obligado beso de buenas noches. Llevó a mi madre agarrada del brazo a una habitación y cerró la puerta con fuerza. Aún escucho el sonido atronador de ese portazo, al que se unieron llantos, ladridos, golpes en la puerta, derrapes, frenazos, sonidos de sirenas y una luz azul que entraba y salía sin permiso una y otra vez por la ventana de mi cuarto.

La siguiente vez que vi a mi padre fue en una gran sala fría y silenciosa de paredes infinitas, con numerosos ojos de metal mirándonos. Papá llevaba el número C20076 estampado en un uniforme de tela rancia, con cadenas en manos y pies; impresionaba su mirada, que reflejaba tanto vacío como sus palabras. Claudia, sentada en su regazo, jugueteaba con las cadenas y soltaba inocentes risotadas. Yo no hablé.

Aquella noche casi no pude dormir; me desperté empapado en dolor y nostalgia. Al igual que un reptil, me había despojado de mi fina, tersa, inocente y lozana piel, mudándola por otra recubierta de una espesa costra de conciencia y realidad. Mi nueva funda se esforzaba en adaptarse al entorno, pero debido a la  reciente pérdida de elasticidad, se adivinaba que le costaría ajustarse al inmediato crecimiento de mi cuerpo. Entonces lloré.

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