El abuelo Mateo

El abuelo Mateo

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Adelita jugaba con el abuelo todas las tardes al salir del colegio. Desde que Mateo se instaló en casa, la alegría inundó cada rincón del hogar. Era bajito y regordete, con la piel surcada y curtida. Su caminar era rápido a pesar de su edad. La voz era ronca, pero infundía confianza al hablar, como si los desconocidos le hubiesen tratado toda la vida. Lo que más destacaba era su acogedora sonrisa, que le hacía los ojos chicos, de color avellana, que hipnotizaban sin querer.

Ambos disfrutaban juntos en el parque, jugando al balón o dando un paseo en bici y otras veces, en casa echando una partida de cartas o leyendo cuentos.

Pero poco a poco el abuelo fue dejando de jugar con Adelita. Se sentaba en su butaca y miraba la tele abstraído. Su mirada era triste y apenas hablaba. Una noche salió de casa y estuvo perdido durante horas.

Su nieta no comprendía.

—Mamá, ¿Qué le pasa al abuelo? Ya no quiere jugar conmigo. ¿Está enfadado?

—No, cariño. El abuelo no se encuentra bien.

—Pero entonces tendrá que ir al médico. Seguro que le dará unas pastillas y se le pasará, como a mí cuando me dolía la tripa.

—Sí. Tendremos que llevarle al médico a ver que nos dice.

Pasaban los días y el anciano iba empeorando.

—Adela, mi amor, tengo que decirte algo que no te va a gustar—insinuó su madre—. Tenemos que llevar al abuelo a una residencia. Es un lugar donde hay más ancianos, como él, y ahí le cuidan, como nosotros hacemos aquí en casa.

—Y ¿por qué no se puede quedar en casa? Papá y tú le cuidáis muy bien. Yo no quiero que se vaya.

—Lo sé, pero está malito y en ese lugar le van a atender mejor.

Aquella mañana que se llevaron a Mateo, Adelita  lloraba sin cesar, mientras se agarraba al pantalón de su abuelo.

—Abuelo, no te vayas—clamaba la niña.

—No te conozco, niña. ¿Eres la hija de Rosarito, la vecina? Me voy a cosechar. Hoy va a hacer mucho calor y es mejor ir con la fresca.

Adela se quedó con su tía en casa.

Al día siguiente fue con sus padres a la residencia.

—Abuelo, te voy a leer un cuento y luego te enseñaré a jugar a la oca—dijo, mientras le daba un beso en la mejilla y le regalaba una sonrisa.

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