Era un koala suave y esponjoso, de los que apetece acariciar continuamente. Le atusó el pelaje gris sintético y se lo acercó al rostro, con cara de felicidad
—Es muy suave y amoroso —comentó con envidia. —Déjamelo acariciar un rato —le pidió a la niña de once años sentada junto a ella en el sofá.
Los Reyes Magos le habían dejado aquella mañana a la niña bajo el árbol navideño ese peluche de cara simpática y bondadosa, dado su interés por este animal y todo lo que le rodeaba.
Pero no lo soltaba, solo lo acariciaba y acariciaba. La niña sentada a su lado miraba desconcertada, sin saber si debía reclamar el peluche o esperar. Finalmente lo agarró con suavidad y le prometió que le regalaría uno a ella también.
Al fin y al cabo era su abuela, tenía 81 años, y su incipiente deterioro cognitivo le estaba devolviendo a la infancia en un proceso inverso al suyo propio, de niña a punto de empezar a transitar el salto de la infancia a la adolescencia.
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