Va de la mano de mamá. No corre, ni da saltos, ni tampoco la suelta, no sea que se enfade y vuelvan a casa. Le gusta mucho ir con ella. Cuando entran en el autobús se sienta bien, nada de poner los zapatos en el respaldo de enfrente. Solo vale mirárselos. Estos son los más calentitos que tiene. Para ver la calle, se pega a la ventanilla. No interroga a su madre sobre el porqué de cada cosa aunque tiene muchas dudas como siempre: por qué ese pájaro no vuela; por qué hay señoras que llevan gorro; por qué se ponen luces en navidad. Cosas que quedan inexplicadas. Para nada quiere que le llame pesada hoy que mamá debe de estar contenta porque le ha sonreído varias veces y una le ha dado un beso en el pelo. Al bajar del autobús no conoce el sitio. Siente la mano de su madre sudorosa. No pregunta por qué si hace frío. Se paran antes de cruzar una calle y mamá se acuclilla.
—Cariño, cuando luego llegue papá a casa, no le digas nada de este paseo, ¿vale?
—¿Y si me pregunta qué hemos hecho?
—Pues le cuentas que te he llevado al parque.
—Pero eso es mentira y tú siempre me dices que las niñas no mienten.
—Ya. Pero es una mentira piadosa. Esta sí que vale.
No sabía que había mentiras piadosas, pero a lo mejor ya se lo habían dicho, así que se calla y solo le pregunta dónde van al entrar en un portal. Mamá contesta que la espere un momento y que no se le ocurra moverse de allí. Le da un poco de miedo, pero se aguanta y se sienta en la escalera. Se sienta a un lado, por si acaso, para que no la pisen. Se aburre. Se muerde un padrastro pero solo un poco porque enseguida sangra. Mamá tarda. Cuando oye sus tacones, mira y va con un señor. No le gusta como huele su mano cuando él le toca la cara. Tampoco que le diga que es muy guapa. Busca el abrigo de su madre y se agarra con fuerza. Ellos hablan en voz baja. Al fin le dicen adiós. Vuelven al autobús. En el trayecto se atreve a preguntar dos cosas: por qué no hay nubes si es invierno y si puede decirle a papá que han ido otra vez a Cortylandia.
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