De cuando la inocencia se marchó y llegó el amor.

De cuando la inocencia se marchó y llegó el amor.

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La escuela siempre me resultó un refugio apacible, un remanso de pequeñas alegrías, aunque confieso que esa atracción emergió con auténtica intensidad al completar el segundo grado. Fue en el tercero, en una escuela recién inaugurada, cuando todo asumió un cariz distinto. La edificación, todavía perfumada con el aroma de lo nuevo, se convirtió en el escenario donde mis compañeros de aula se transformaron en los cómplices entrañables de una infancia que parecía eterna. Pero la vida, caprichosa y efímera, se desliza entre los dedos con la fugacidad de un suspiro, y aquellos años dorados se disolvieron con una prisa que dolía.

Adela, aquel día del último examen que coronaría nuestros años escolares, deslumbraba con una belleza que me robó el aliento. En su presencia, el aire se electrizaba con un magnetismo inaudito, y su feminidad, aun en ciernes, se infiltraba como una aguja sutil, inyectando una ternura desconocida en las venas de mi existencia. Aquella tarde, Adela dejó de ser la niña que jugaba conmigo en los recreos, y un halo nuevo, casi divino, la envolvió con la luz de un secreto revelado.

Fue al concluir el examen de geografía cuando, llevado por una fuerza más antigua que la razón, le susurré, en un arranque de temeraria sinceridad:

—Eres preciosa. Estoy enamorado de ti. ¿Quieres ser mi novia?

Adela, con aquellos ojos que parecían haber bebido de las fuentes del Olimpo, se acercó a mi oído derecho con una suavidad que rozaba lo celestial y, en un susurro apenas perceptible, me dijo:

—Bésame.

Cuando nuestros labios se encontraron, el mundo se desvaneció en una marea de sensaciones inéditas. Ya no éramos niños; habíamos cruzado el umbral hacia las vastas llanuras del amor. La inocencia, esa aliada fiel de nuestra niñez, se deshizo como la bruma ante el sol naciente, llevándonos hacia un cielo desconocido y cargado de promesas.

Fuimos expulsados del paraíso, ese reino candoroso donde el tiempo parecía no tener prisa. Adela, mi universo y mi todo, se convirtió en el centro gravitacional de cada uno de mis sueños y desvelos. Éramos el alfa y el omega, y fuera de nuestro abrazo cósmico, nada más existía.

Hasta que un día, ese abrazo se rompió. Y entonces, la pérdida de la inocencia se tornó en un dolor indecible. La experiencia acarrea dolor.

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