La cometa rota

La cometa rota

Dante Marlowe

11/01/2025

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A orillas del campo seco, donde las hojas crujían como secretos bajo los pies, Sebastián descubrió que algo había cambiado. Tenía once años y un verano eterno por delante, o eso pensaba. Pero esa tarde, mientras ajustaba las cuerdas de su cometa, vio cómo el horizonte se llenaba de sombras largas y extrañas.

—Papá dice que Julián no vendrá más —dijo Martina, refiriéndose al mejor amigo de Sebastián mientras arrancaba un puñado de hierba y lo dejaba caer al viento.

Sebastián no entendió de inmediato. “No vendrá más” resonaba como un eco, pero no encontraba un lugar donde anclar. Era su mejor amigo. Su compañero de invenciones y vuelos. Habían fabricado juntos esa cometa con recortes de revistas y pegamento que nunca terminaba de secarse. El artefacto volaba como si llevara dentro algo vivo, algo que quería escapar.

—¿Por qué? —preguntó al fin, con el tono seco de quien no sabe cómo reaccionar.

—Se fue con su mamá. A otra ciudad. Dicen que es mejor así.

Martina hablaba como los adultos, con palabras que no decían todo. Sebastián apretó el puño y sintió las uñas clavarse en su piel, pero no dijo nada. Solo agarró la cometa y corrió al campo abierto.

El viento estaba fuerte ese día, casi violento. Tiró de la cuerda con fuerza, y la cometa se alzó, tambaleante al principio, luego firme, como si supiera qué hacer. Desde abajo, Sebastián la veía surcar el cielo, una silueta pequeña pero desafiante.

Por un momento, todo pareció normal. El campo, el viento, la cometa. Pero entonces vino un tirón brusco. La cuerda se soltó, y la cometa cayó en picada, golpeándose contra el suelo. Corrió hacia ella, sintiendo un nudo en la garganta.

Cuando la levantó, vio que estaba rota. La madera partida, el papel desgarrado. Trató de arreglarla, pero sus manos temblaban. De pronto, sin previo aviso, estalló en llanto. Un llanto que no venía solo por la cometa, sino por algo más profundo, algo que dolía sin nombre.

Martina lo encontró sentado en el suelo, con los restos de la cometa en el regazo.

—¿La arreglamos? —preguntó ella, pero Sebastián negó con la cabeza.

—No importa. Ya no va a volar —respondió en un susurro, mirando el cielo vacío, donde antes había estado todo.

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