La pelota roja

La pelota roja

Javier Reiriz

11/01/2025

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Aquel 7 de diciembre acabó de cuajo con la inocencia de Edward Dawson. Esa misma mañana, Ed saltó de la cama, salió de su cuarto, y bajó las escaleras con tanta prisa que a punto estuvo de rodar por ellas. Su padre le esperaba abajo, con el regalo ansiado por su noveno cumpleaños: una pelota. Su madre, entre tanto, abría los brazos invitándolo al abrazo «feliz cumpleaños, tesoro».

Al rato ya corría con sus amigos en dirección al alto descampado que había cerca de la base, donde la
hierba era tierna y espesa y se podía jugar sin tener que ir cada poco a buscar la pelota al fondo del páramo. El día amanecía claro y el sol empezaba a divorciarse del horizonte en su andadura hacia lo
más alto. 

Estuvieron pasándose la pelota, hipnotizados por la perfección de sus figuras poligonales, por la
pulcritud de las puntadas y por su llamativo color rojo. Les daba pena maltratarla, que el efecto de las patadas o el contacto con el suelo hiciese mella en su brillante esmalte. Pero al fin desistieron
de observarla y se organizaron para jugar un partidillo.

Tan entusiasmados estaban con el juego que no percibieron un rumor constante que venía dominando el
ambiente. Era todavía débil, pero iba ganando en intensidad. Miraron al cielo y alguien señaló, a lo lejos, unos diminutos puntitos que iban creciendo en tamaño. Debía de haber decenas, tal vez cientos. En poco tiempo el rumor se hizo más notorio. ¡Aviones, eso era! Pero… ¿tantos? Estaba claro que se trataba de una gran concentración que venía en dirección a la base.

A Ed y a sus amigos les gustaba saludar a los pilotos que iban y venían en misiones de reconocimiento. Éstos les devolvían el saludo haciendo oscilar las alas de sus aparatos en un estudiado ritual. Ed se fijó en un avión que pasaba por encima de sus cabezas. Volaba tan bajo que pudo ver claramente las facciones del piloto. No parecía norteamericano. En la parte trasera del fuselaje llevaba dibujado un gran círculo rojo. Ed se emocionó, porque todos aquellos aviones parecían estar felicitándolo, pues llevaban impresa la imagen de su recién estrenado regalo. Aquel 7 de diciembre Edward Dawson recibió una lección de realidad. Entendió de forma cruel que la felicidad y la tragedia están separadas tan solo por una delgada línea. Una línea que el destino decide manejar a su antojo.

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