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María jugaba en el extenso campo, a la sombra de los eucaliptos que la acunaban con su aroma verde. Entonces ella veía mariposas y buscaba bichos bolitas entre las cortezas gruesas. A veces, encontraba huesos o ramas de formas extrañas que le encantaban. Cuando el sol se quería ir, ella volvía corriendo al ranchito de barro, de techo bajo que era su hogar. Llegaba con las mejillas rojas de viento y de juego. Ahí dentro siempre estaba calentito y su papá estaba sentado al lado de la estufa trabajando el cuero, mientras la madre preparaba de comer. Muchos días eran así, de hecho, si ahora le preguntas a María todavía recuerda esos días con nostalgia. Pero un día, volvió corriendo del campo, con el vestido y las rodillas sucios de tanto retozar, y al llegar a la casita, la chimenea sin humo y el ambiente frío le hicieron saber que algo no estaba bien. Asomó apenas su pequeña cabecita por la puerta y vio al monstruo, alto y de espalda fuerte que sostenía a su mamá del cuello contra la pared. Tenía las manos más grandes que María había visto nunca, y tanta fuerza, que de un solo empujón, podía derrumbar la casa para siempre. La mamá gritaba, pero no tan fuerte y un hilo de sangre bajaba de su nariz. A María la paralizó el miedo. Quería correr a buscar a su papá, que salve a la mamá y que prenda la chimenea y que saque el frío de la casa. Y el monstruo, que temblaba de furia, se dio vuelta lentamente, y la miró. Soltó a la mamá, que cayó al piso, rendida.
Tráeme un vaso de vino, le dijo a María. Y se sentó al lado de la chimenea como siempre, ahora con la mirada perdida en la pared.
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