A mi mamá se le empezó a hinchar la panza.
—Papi, ¿qué le ha pasado a mami? ¿Por qué le crece la barriga?
—Le ha picado una abeja —se limitó a contestar, e intentó cambiar de tema…
Tenía cinco años, y, como es propio de un niño, le creí. Pasaron los meses y una mañana mi madre sostenía en brazos a una hermosa niña.
—¿Y ella? —le pregunté a mi madre, que la observaba con felicidad y una mezcla de emociones difícil de plasmar en un papel.
—Es tu hermana —me contestó.
—Pero, ¿cómo ha llegado?
—La trajo la cigüeña —se apresuró a contestar mi papá.
Entonces recordé vagamente haber visto en un libro la imagen de una cigüeña blanca transportando a un bebé en pañales y lo di por hecho.
—¡Ah! ¡Qué lástima! Me hubiera gustado ver a la cigüeña para comprobar si era como en el libro.
—Ya se fue, hija. Dejó a tu hermana y se marchó en el acto.
—Ya, claro. —Y pasé a observar a mi hermana, que era demasiado tierna de ver, con un mechón ensortijado y dorado en el centro de su cabeza. Me dio gracia y le di la bienvenida con algo de dudas, pero al ver la cara de felicidad de ambos (papá y mamá), mis dudas se disiparon.
Con el pasar del tiempo y con las clases del colegio, la profesora nos explicó en una clase cómo se creaba un bebé. Al principio sentí náuseas, y luego de digerirlo mejor, mi cerebro lo asimiló así: «Sí, de seguro que debe haber amor para que un hombre y una mujer se unan con el fin de procrear un nuevo ser…». ¡Qué cigüeña ni qué ocho cuartos! Todo el salón estalló en risas. Teníamos once años, cursábamos quinto de primaria o tal vez sexto.
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