El pasillo por el que caminábamos casi todos los viernes por la tarde era largo y estrecho, con las paredes lisas, desnudas y encaladas. Según avanzábamos se hacía más angosto y lúgubre. Él gustaba de colocar su mano sobre mi hombro. Yo, cuando me atrevía, observaba desde abajo su cara rechoncha, los mofletes abultados, el pelo hirsuto que le conferían el aspecto de un manso mastín. Llegamos al final del corredor; por la izquierda al patio, a correr y jugar. Instintivamente giraba en esa dirección, pero él, suavemente, empujaba mi débil cuerpo con su mano regordeta hacia la derecha. Una puerta conducía a una sala diminuta, sin ventanas, donde había una mesa y un cinto. Cuando pasábamos el umbral cerraba suavemente detrás de mí con una llave grande de hierro oxidada y nos quedábamos solos.
Es casi mediodía. Entorno la puerta cuando salgo de la diminuta sala, pero me quedo fuera. El pasillo ya no me parece tan largo ni oscuro. Seguramente en el devenir de los años pintaron las paredes y cambiaron las bombillas por luces de neón. No tiemblo ni sudo cuando oigo el clic del pestillo. Avanzo entre las paredes decoradas ahora con bellas fotografías de la naturaleza. En la calle me esperan mi mujer y mi hija, que se ha manchado las rodillitas de barro jugando en los columpios. Cuando salimos, cruzamos la cancela que cierra el muro exterior. Diviso a lo lejos la encina donde jugábamos al escondite que se me antoja ahora marchita y curvada.
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