Andrea tiene once años, aunque su estatura insinúa una pubertad prematura que ella misma reniega. Frente a la entrevistadora, su voz suena firme y emocionada al relatar la victoria del equipo de fútbol que ella lidera. Los aplausos aún resuenan en su cabeza, y con ellos la imagen del padre más orgulloso de la tierra. Andrea admite sin tapujos que a su edad ya conoce cuál es su meta profesional: ser futbolista. Esa sonrisa en la cara del hombre que le dio la vida se lo dicta. Cree fervientemente que, si él es feliz, es porque algo está haciendo de maravilla.
—Trabajo duro —afirma con palabras más grandes que su propio cuerpo—. Sin estudio no hay fútbol, y sin fútbol… —Su voz se apaga, como si ni siquiera quisiera imaginar un mundo sin esa sonrisa orgullosa.
La entrevistadora, sorprendida ante semejante disciplina, indaga más en la vida personal de la niña:
—Y, Andrea, ¿cuándo juegas? Ya sabes, como una niña.
Andrea, perpleja, siente un nudo en la garganta. Es como si sus cuerdas vocales estuvieran atrapadas en un balón de plástico, sujeto por un cordel que tira hacia su pecho. Quiere reventar esa burbuja que le impide hablar. Entonces, encuentra en los recovecos de su memoria una alfiler que quizá la libere.
—Los fines de semana juego con los demás niños… en los partidos —responde, con la vibración de la inseguridad en su pecho.
La entrevistadora , terca, no se rinde. En sus palabras rezuma la dulzura de quien quiere saber más:
—No, me refería a jugar… como una niña. Con juguetes, con amigos….
Ya no hay burbuja ni pelota en la garganta de Andrea. Ahora, solo encuentra vacío. Sus labios se abren con lentitud, susurrando una verdad que parece pesarle más que esa sonrisa sagrada:
—No… no tengo tiempo para eso.
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