Emily cubrió sus ojos con las manos. Una atmósfera imprecisa de sombra y silencio envolvió la pequeña habitación. Un espacio propio para su defensa, un refugio seguro contra la lógica cortante del día, una caricia oscura que prometía una entrega incondicional al olvido.
A sus escasos quince años de vida, Emily no contaba con amigos y su tiempo libre de compromisos escolares, lo pasaba encerrada en su cuarto leyendo poesía. En el jardín, la maleza había crecido lenta e implacable, áridos tallos rodeaban la fragilidad de una verja enmohecida. Las ramas se aferraban a la ventana, como si quisieran robarle su forma, su aire, su paciente espera. Las zarzas se adherían a los bordes del cortinaje, hasta que ya no se distinguía dónde terminaba la planta y dónde comenzaba la prisión elegida por Emily. Era su armadura, sí, pero también su cárcel, un límite autoimpuesto, un abrigo momentáneo que congelaba su joven corazón. La maleza y el velo gris de su ventana, se entrelazaban indecentes, formando un nudo enredado de sueños y deseos reprimidos, que la escondía, pero también la asfixiaba.
Curiosamente, por las rendijas del dosel en su ventana, aún filtraba el aire, como tenue susurro de tiempos perdidos y hallados. Un velo que se tensaba, poco a poco hasta convertirse en una máscara ¿Era alivio, o solo burla? No lo sabía. Emily se tendió en el suelo y siguió esperando, que los días se quebraran, que la tela gris se deshiciera en las fuertes manos de alguien que llegaría pronto a rescatarla.
Emily no lo buscaba, no lo pedía. Sus padres, obsesionados con el trabajo, ignoraban su profundo sentimiento de soledad. La puerta de su cuarto era su frontera, su escudo y su grillete, en cierto modo, su cuarto era su refugio y su condena.
Si la luz viniera —pensaba en ocasiones— ¿podría cruzar? ¿O se quedaría, abrazada al peso de esa fría protección que un día, había sido, simplemente, originada por sus propios miedos?
Perder la inocencia
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