Dicen que no tengo empatía porque no me emociono ni sufro con dolores ajenos. Es cierto, no lo hago. A lo largo de mis años me han ido poniendo pruebas, ahí estaban los dramas atravesando la pantalla para desatascarme el lagrimal, pero no hubo manera. Ni Heidi, ni Marcos, ni siquiera El niño del pijama a rayas o La vida es bella.
Luisito me mira desde su cama eterna. Va siendo la hora de su cena. Le cambiaré el pañal, le haré una gracia y le contaré alguna tontería de las que trajo el día que se acaba. Con suerte, él me regalará una sonrisa trabada de su mirada indefinida.
«Nosotros solo pensábamos tener un hijo, pero cuando nació Luisito, ya sabe, es como una plantita, entendimos que teníamos que tener otro hijo. Luisito no puede estar solo en la vida. Alguien se tiene que ocupar de él cuando nosotros nos hayamos ido». Mi madre hablaba con la señora vestida de marrón que alguna vez nos visitaba, La Vieja de la Caridad, la llamaba mi padre. Yo, pasaba por allí, sin demasiado ruido, como siempre. Iba a buscar mis mapas de colorear.
Hacía un ratito, mientras le acomodaba su cojín con forma de avión, le había contado a mi hermano que cuando fuera mayor sería piloto y me pasaría la vida viajando. Apenas vendría por casa, quizás una vez al año.
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