Subí
las escaleras hasta llegar a la casa. Llamé a la puerta y me
abrió Aurora, la madre de mi amigo Carlos. 

Enseguida
me invitó a entrar. Ya estaba allí mi hermano jugando con el suyo, les encantaban los indios y los vaqueros, tenían figuras
pequeñas. Se pasaban horas.

Yo me llevaba muy bien con Carlos, siempre estábamos juntos, éramos de la misma edad, inseparables.

 Ese día jugamos pensando que estábamos subidos en una alfombra voladora, viajando por todo el mundo.

Parando en lugares, donde montamos en globo, vimos delfines rosas, visitamos un barco pirata y nos bañamos en una isla llena de cocoteros, donde pudimos comernos uno entre los dos. 

Esas eran nuestras aventuras, Carlos siempre me decía que tenía mucha imaginación.

Llegó el momento de merendar, Aurora nos había preparado unos bocadillos buenísimos de nocilla.

Como era  verano y  media tarde, aún nos quedaba mucho rato de luz.

Así que esta vez y en la vida real, Carlos y yo nos fuimos al Molino Madreñas.  Estaba derruido por dentro, nadie iba por allí, a unos dos kilómetros del pueblo. 

Yo, en realidad, pasaba allí mis vacaciones, ya que vivía en la ciudad. 

Fuimos a ver unos pequeños cachorros de perro y a su madre. Ya teníamos escondido un litro de leche y pan duro para dárselo. Estaban acurrucados sobre un montón de paja en la parte baja del Molino, que días atrás, cuando les encontramos, les habíamos puesto allí.

Con la leche y el pan la madre se alimentaba, después daba de amamantar a sus cuatro cachorros. Carlos los cuidaba muy bien.

Esto hacía que Carlos y yo fuésemos cómplices en nuestras aventuras, tanto reales como imaginarias.

Una vez que los cachorros se hacían grandes se marchaban con la madre. 

Nadie sabía que teníamos allí a nuestra querida perrita, a la que llamamos Luna. 

Antes de marchar para el pueblo Carlos me cogió de la mano, yo sentí un escalofrío, me miró a los ojos y me dio un beso en los labios, pareció pararse el tiempo. Después nos dimos cuenta que nuestros hermanos nos habían visto.

Esa noche estaba nerviosa y no podía dejar de pensar en el beso.

 Al día siguiente  en la casa de Carlos, estaban esperándome sus padres y los míos.

Entonces nos dijeron a los dos, que el padre de Carlos era también el mío. Nada podía pasar entre nosotros sino ser buenos amigos.

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