Las lágrimas resbalaban de sus ojos escondidos bajo la gorra y desaparecían perforando la nieve esponjosa recién caída. Su madre y sus dos hermanas lloraban desconsoladas, sin ocultar los ojos enrojecidos por la pena y la vergüenza. El clérigo mormosteaba de memoria y con poco entusiasmo el típico sermón que podría servir para despedir a cualquier desgraciado asesinado en un tiroteo. Su padre, borracho como de costumbre, había sido cosido a balazos en su última trifulca en la partida de póker del salón. Sam tenía trece años y jamás había visto a su padre sobrio. Ahora, lo estaban depositando bajo tierra en una caja destartalada, con la madera barrenada por las mandíbulas de las termitas.
Volviendo al rancho, su madre ya no lloraba, incluso esbozó alguna tímida sonrisa hablando con sus hermanas. Sam sabía que, a pesar de amar a su padre, ella sentía una sensación de alivio y liberación. Convivir con él tantos años había sido un notable ejercicio de resiliencia. Sam consideró que había llegado su hora, antes de lo que él esperaba, pero estaba preparado. Revisó las cuentas con su madre. Sin whisky y sin cartas, los números salían. Las deudas no eran importantes, pero el tejado necesitaba un buen arreglo y habría que sacrificar alguna vaca fundida#bocadillo para comprar terneros. Cargó el rifle y lo dejó junto a la puerta; su madre seguía siendo joven y el rancho no estaba precisamente cerca del pueblo.
Sam abrió el saco que le habían entregado con las pertenencias del finado. Se quitó la gorra y se probó el sombrero gris de su padre, que ya le quedaba sujeto en la frente. Y por fin pudo acariciar lo más preciado que poseía el difunto: el fabuloso Colt Walker calibre cuarenta y cuatro, capaz de abatir un búfalo a una distancia de cincuenta yardas, con el que había soñado tantas y tantas noches. El arma, bastante más pesada de lo que él había imaginado, de metal frío y negro como las plumas de un cuervo, relucía poderosa en sus pupilas de niño. Se abrochó la hebilla del cinturón y se dio cuenta de que tendría que hacer un nuevo agujero en el cuero, porque la punta del revolver le llegaba más abajo de la rodilla.
Sam, el niño desgarbado de ojos claros, se reflejaba ahora como un auténtico vaquero en los cristales de la ventana. Al otro lado, había dejado de nevar.
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