Pepito fue el único varón de una familia en la que cuando nació ya había tres niñas. Tardío pero acertado, el pequeño se convirtió en el juguete preferido de sus hermanas; mimado por cuatro mujeres, el cúmulo de atenciones recibidas sería una perdición para el pobre vástago. Aun así, el niño creció e hizo la primera comunión de blanco inmaculado: pantalones largos, chaqueta con botones dorados, camisa, corbata y guantes; todo albino, junto al librito recordatorio con tapas de nácar y crucifijo bañado en oro. Desde la celebración del rito sacramental, del cuello del muchacho colgaba siempre la cadena dorada con su cristiana cruz.
Poco tiempo después de recibir la Eucaristía las madres decidieron inscribir al alevín en el colegio de los Padres Escolapios. El primer día de clase fue un pequeño drama: la Orden de Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías imponía una disciplina férrea; aquello no le gustó a Pepito, que volvió a casa diciendo que no volvía con los frailes. Por más que las madres insistieron no hubo quien bajara del burro al mozo; finalmente lo llevaron a un centro aconfesional y, para no descuidar el aspecto religioso, lo apuntaron también al movimiento de Acción Católica.
Siempre con su cruz colgando del cuello, después de clase el estudiante solía ir a la Asociación eclesial, donde jugaba al ping-pong con los compañeros; la mesa de tenis, situada en medio de la espaciosa sala, daba a los jugadores libertad de movimientos para recibir y devolver la pelotita. Sobre la pared del fondo, siempre vigilante, se elevaba una imponente imagen de Cristo crucificado y bajo ella aparecía la inscripción In hoc signo Vinces, el símbolo del emperador Constantino I.
Pepito acudía semanalmente a la ermita del Calvario, donde el movimiento católico celebraba su Sabatina; allí hacían ejercicios espirituales para mantener la pureza corporal. Pero en plena adolescencia la llamada de la carne era fuerte y el mozo no lograba conciliar exigencias de cuerpo y pureza de espíritu; por más que se esforzaba el chico, sus intentos de compaginar fe divina y vida mundana acababan condenados al fracaso.
Finalmente, el atribulado muchacho optó por coger la calle de Enmedio, eligiendo la más fácil y placentera vida pecaminosa; consecuente consigo mismo, Pepito dejó de llevar la cruz colgada al cuello y pasó a cargar con ella a cuestas.
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