Allí estaba yo, pagando las dos barras de pan en el supermercado con los dos euros que me había dejado mi madre. Entonces recordé una sensación de agobio de mi infancia: estar en la cola esperando, y escuchar las palabras de mi madre:

– Se me ha olvidado una cosa, ahora vuelvo.

    Después, cuando ya nos tocaba pagar, mi madre no había aparecido aún. Yo la buscaba con la mirada, me agobiaba mucho ya que era una persona pequeña que vivía en su pequeño mundo.

    Un pequeño mundo en el que lo más importante eran mis amigos y mis pasatiempos. Donde yo pensaba que tenía problemas muy importantes, pero era libre para poder hacer lo que quisiese sin importarme lo que pensaran los demás, ya que no me enteraba de ello.

    A medida que fui creciendo, todo empezaba a cobrar importancia, pero había que cosas que sobrepasaban los límites: Mi estado de ánimo podía depender exclusivamente de mis relaciones sociales. Cada año que avanzaba las influencias en mi estado de ánimo cambiaban, por ejemplo, empezó a cobrar más importancia lo que la gente pensase de mí. Aunque no fuera una de mis mayores preocupaciones. Más daño e influencia pudieron hacerme las relaciones con amigos, ya que éramos todos (y seguimos siendo) unos ingenuos, porque estábamos en nuestro mundo, ya no tan pequeño.

    Llegó un momento en el que decidí sacar de mi vida a todo aquel que no me fuese a hacer feliz, o que me hiciera sufrir. Centré mi atención en otras cosas y me olvidé de lo innecesario. Me esforcé, mejoré y esto me hizo feliz. Perdí a “amigos” que no merecían serlo, pero logré algo que me llenaba más. Algo por lo que también he sufrido, pero un sufrimiento raramente satisfactorio. En conclusión, perdiendo gente, mi mundo se hizo más grande. Pude madurar un poco y fijarme en el mundo. Tampoco me quedé solo, sino que decidí quedarme a la gente de verdad.

    -Son 2 €.

    – ¿Perdona? – Dije yo.

    – Son 2 € las dos barras de pan. – Repitió la dependienta.

      Pagué y me marché.

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