Dos discos rojos de bordes redondeados y centro cóncavo chocaron entre sí, friccionándose, atrapados entre más discos rojos que se peleaban por un hueco, por seguir su camino, y el choque sonó a metal, así como a metal era el sabor que ellos mismos tenían aunque no lo supieran. Los dos discos junto a otros millones de igual apariencia fluyeron a mayor velocidad, absorbidos por una fuerza exterior que los expulsó del conducto en el que circulaban para pasar a un tubo de superficie lisa y plateada, y de ahí a un recipiente plástico. Tras las paredes del recipiente, un par de ojos corroboraron que los millones de discos, ahora de apariencia líquida, estaban a resguardo. Fueron traspasados de la jeringa a un frasco. La mujer propietaria de los ojos frunció la nariz, se giró y se dirigió al paciente que tenía delante:

—Ya está. En un par de días tendrá los resultados.

Con displicencia, Eugenia le quitó al paciente la goma elástica que le aprisionaba una gruesa vena, que no era roja sino azul. Le frotó un algodón embebido en alcohol y el hombre se quejó de dolor. Algunos millones de discos quedaron adheridos al algodón. Qué cobardes, los tíos, pensó Eugenia por enésima vez. En las extracciones, los hombres generalmente prefieren mirar para otro lado. Algunos empalidecen, aprietan los dientes y piden ser pinchados con cariño, incluso no faltan los que le sueltan un piropo, le dicen rubia o guapa, o le hacen un guiño y le sonríen.

El paciente salió del consultorio. Eugenia encastró el frasco en una bandeja donde había más frascos llenos de discos rojos. Miró el reloj, se sacó la bata, la colgó en el colgador y salió del consultorio saludando a sus compañeras de recepción con un tosco gesto de la mano.

El calor del exterior la recibió con un puñetazo en la quijada. De camino al aparcamiento, los zapatos se adhirieron al asfalto en llamas. Abrió la puerta de su decrépito Fiat Panda y estimó que la temperatura allí dentro debía ser de unos cincuenta grados. Por más que bajara las ventanillas, hasta no salir de la ciudad y tomar la carretera tangencial a ochenta kilómetros por hora —esa mierda de coche no daba para más— allí no iba entrar ni una puta brisa. Antes de arrancar, repasó mentalmente lo que tenía previsto hacer esa tarde. No era mucho: comprar una cortina veneciana para filtrar la entrada del sol en su habitación; comprar cervezas y olivas; dormir mucho, de ser posible desde las siete de la tarde hasta la mañana siguiente. No se veía con ánimos de visitar a su madre en la residencia, ya iría a verla la semana siguiente.

El sudor de la espalda atravesó la camisa y se adhirió al cuero del asiento. Eugenia arrancó, salió del aparcamiento y una ventisca le desordenó los rizos rubios de raíces negras. Sonrió al sentir que el viento le secaba el sudor de la frente. El hospital estaba emplazado en los límites del pueblo, a pocos metros de la zona agrícola, con el maíz ya cosechado y los campos yermos, como si hubiesen sufrido un incendio intencional. La carretera a Izano estaba vacía. Era lógico: ¿a quién se le ocurriría sacar el coche en una tarde de agosto como esa? Puso tercera y la palanca de cambios fue un ramillete de huesos quebrándose. Apretó el acelerador y se sintió invadida por un relámpago de excitación, que enseguida debió aplacar porque se acercaba a la rotonda donde la tangencial se encuentra con la carretera a Milán. Se despreció a sí misma: ¿por qué frenar si no viene nadie?

Dejó atrás la rotonda y se reincorporó a la tangencial. Ahora sí pisó el acelerador hasta el fondo. En esos caminos municipales no solía haber radares, y durante agosto a la policía no le interesaba patrullarlos. Eugenia aventuró que si se topaba con algún carabiniere, esa tarde creía tener el suficiente coraje para mandarlo a la mierda y huir con una risotada. El viento que entró por la ventanilla la llenó de frescura, sus rizos mal tintados se le desbarataron y por segunda vez en el día se permitió una sonrisa. Se aproximaba a otra rotonda, le jodió tener que volver a bajar la velocidad. Cuánto le gustaría seguir apretando, el acelerador, el volante, los dientes, mover la palanca de cambios y sentir el quebrar de huesos. Redujo a segunda aunque no viniera nadie. Las rotondas son un símbolo de frustración, la contención, la simulada sensación de ordenamiento. El sudor volvió a adherirle la espalda al cuero del asiento. Atravesó esa segunda rotonda y regresó, nuevamente, a la tangencial. Desde allí hasta Izano había siete kilómetros. Siete kilómetros en línea recta para descargarse, gritar, reír, dejar que el cabello se le alborotara como la copa de un árbol en la tormenta. Siete kilómetros sin radares, sin policías ni lugareños de paseo, sin campesinos taponando el tránsito con sus tractores.

Una ventisca helada le chocó en la frente. Imaginó un fallo en los frenos, una mancha de aceite en el asfalto, un tractor saliendo de algún camino secundario. Reculó. Apretó los dientes y el volante en vez del acelerador, y a esa velocidad inocua sus rizos rubios de raíces negras dejaron de agitarse. Cobarde de mierda, se dijo.

Recorrió los siete kilómetros a sesenta por hora con los ojos empañados, con nubes grisáceas en el ceño. Cobarde de mierda. Llegó a la zona urbana de Izano. Creyó ver un semáforo y frenó por inercia. Esperó unos segundos. No miraba la calle sino una mancha en el parabrisas. Volvió a arrancar al dar el verde, apretó el acelerador más de la cuenta y entonces un coche azul salió de una vía perpendicular. El parachoques de Eugenia se estampó contra la puerta del conductor del otro vehículo. El estruendo le desgarró los tímpanos. El frenazo sonó a grito humano, y sintió olor a goma quemada.

Ningún airbag salió del volante de Eugenia. Su frente se estrelló contra el parabrisas, aunque atenuó el impacto gracias a que iba bien aferrada al volante. Un cosquilleo le recorrió la sien, se tocó y sintió un pinchazo en la muñeca derecha. Se miró la mano manchada de sangre.

Los fragmentos de mundo que antes del impacto veía nebulosos comenzaron a unirse con lentitud. Todo se volvió nítido, demasiado real. Ahí estaba el cartel que indicaba la llegada a Izano, allí el semáforo, el cruce. Allí el coche azul, y alguien acercándose.

Imbécil.

Eugenia sintió mareos, nauseas.

Imbécil, pedazo de mierda.

Una bola ácida trepando por el esófago.

—Imbécil de mierda, ¿dónde crees que vas?

Tragó saliva. Se contuvo de vomitar.

—Imbécil, pedazo de mierda, subnormal.

Las manos aún aferradas al volante. Levantó la vista. En el espejo, unos hilos de sangre sobre la cara.

—Mira lo que has hecho. Imbécil. Subnormal. Hija de puta.

Tras la ventanilla, el tipo en camiseta blanca sin mangas. Calvo. Barriga peluda. Un tatuaje redondo en el hombro derecho.

—Me has destrozado el coche. Baja del auto. ¡Vamos!

El tatuaje de un timón. En realidad es una rueda, como la de la bandera de la India.

—Vas a pagar por esto.

Alejó la mano derecha del volante y la apoyó en el borde del asiento. Sintió como si una filosa jeringa le escarbara los tendones de la muñeca. No gritó, no se quejó.

El barrigudo dio un paso hacia atrás para permitirle abrir la puerta.

—Vamos, ¡bájate!

Agachó la cabeza al salir y un caudal de sangre estancada se abrió paso entre los cabellos, se derramó sobre el ojo derecho y le llegó a la boca. Sacó la lengua y saboreó el metal.

Bajó en silencio, sin mover ningún músculo de la cara. Tambaleó, pero consiguió mantener la vertical. Sus ojos se situaron a la altura de los ojos del barrigudo. Un perro ladró a lo lejos.

Eugenia se pasó el brazo por la frente para despejar los ojos de la telaraña rojiza que le empañaba la vista, como secándose el sudor. En el antebrazo le quedó un brochazo amarronado. Volvió la vista al barrigudo, que ahora escondía la cabeza entre los hombros. Habló y sonó conciliador, quizás asustado después de ver la sangre:

—¿Cómo puede ser que no hayas visto el semáforo? —titubeó—. ¿Estás loca?

Cuando los fragmentos de mundo se unieron del todo, Eugenia advirtió que aún no había entrado en Izano, que no había curiosos ni policías alrededor, que el calor era más violento que antes, y que el tatuaje en el hombro, en efecto, era la rueda que aparece en la bandera de la India.

Intentó articular palabra pero no pudo abrir la boca. El hombre, al notar que podía mantenerse erguida, recuperó el ímpetu inicial y volvió a su retahíla de insultos: idiota, bastarda, subnormal, pedazo de mierda.

—Ni te imaginas la que te va a caer. Te van a quitar todos los puntos del carnet.

Los ojos tiesos de Eugenia sobre aquellos ojos.

—Ven aquí, ¿adónde vas?

Arrastrando los pies, Eugenia fue a la parte posterior del coche. El hombre la siguió.

—Enséñame los documentos. Y espérate aquí, que llamaré a la policía.

Eugenia apretó el botón del maletero, y la acción le provocó otra punzada en la muñeca. La puerta se levantó con parsimonia, con una suavidad zen. Miró el interior del recinto sin saber muy bien hacia dónde mirar.

—¿Pero qué coño haces, cerda? ¡Muéstrame los putos documentos, hija de puta!

Eugenia oyó el arrullar del agua limpia y fresca discurriendo por las acequias que flanqueaban la carretera. Empuñó la llave de cruz, dio un rápido giro y estrelló el hierro en la cara del barrigudo, que no tuvo tiempo de reaccionar. El impacto de una de las puntas de la llave le arrancó dos dientes de cuajo, las raíces se desprendieron de la carne y la sangre comenzó a brotar con fuerza por esa abertura, que se mezcló con la saliva y unos trozos de diente. La otra punta de la llave impactó contra la sien izquierda, el hueso temporal no soportó el golpe y se partió en cientos de trozos. Unas astillas se clavaron en esa parte de la masa encefálica. Los capilares se abrieron como flores y liberaron oleadas de líquido rojo, que salió expulsado a través del corte en la cabeza.

El cerebro, colapsado ante tal estropicio, exigió que buena parte de la sangre del resto del cuerpo acudiera en ayuda de la zona herida, lo que restó energía a piernas, vientre, corazón y pulmones. El cuerpo se derrumbó y la cara chocó de lleno contra el asfalto. Crujió el cartílago, se partió el maxilar, se rajó el hueso frontal.

Sangre nueva y fresca salió al exterior, sangre ávida de rellenar las grietas que el calor dejaba en el pavimento. La arenilla del asfalto se tiñó de rojo, los minúsculos cauces rebalsaron, se convirtieron en arroyos y después en ríos abundantes, llenos de vida.

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