En 2014, yo cursaba el tercer año de contador auditor en la PUCV, aquí en Valparaíso. En ese tiempo, nuestro grupo de estudio era ya estable, y nos movíamos entre subgrupos de máximo cinco personas. Cinco, no más, porque seis ya se transformaba en alboroto, música y chismes, y nadie aprendía nada.

El 12 de mayo teníamos certamen de probabilidad para el curso de estadística. La noche del sábado anterior nos juntamos a enseñarnos entre nosotros, en la casa del Willi, como siempre, que vivía solo, en Viña, en un barrio no tan pobre, pero que sí caminabas más de dos cuadras hacia la derecha, o a la izquierda, corrías peligro de robo… o algo peor. De hecho, Williams nos contó que había una escalera en particular que siempre estaba llena de flaites. Para cualquiera que pasara por ahí, el grupo lo arrinconaba y lo interrogaba; si es que era parte del barrio lo dejaban pasar, y si no, le quitaban hasta la ropa. Decía que lo hacían para cuidar a sus hermanos.

A pesar del ambiente decadente de esas calles grises, llenas de plásticos, indigentes, perros abandonados, y la evidente miseria de sus pobladores, el tema de esta historia no es aquel, sino lo que ocurrió esa noche.

Como decía, nos juntamos cinco en la casa del Willi. Y en verdad no era la primera vez, porque Williams siempre ponía su casa a disposición de juntas de estudio o de carrete. Era muy conveniente, puesto que su abuela Olga se la había heredado; sí, tal cual, una casa entera, de cuatro habitaciones y dos pisos para él solo. Son varios los recuerdos que conservo de ese lugar, y muy variados también: desde desvelarnos estudiando a horas improbables, hasta reventarnos tomando pisco con la música tronando las ventanas.

He de admitir, sí, que cada vez que me encontraba en esa casa, algo incómodo se me depositaba en el cuerpo. No sé bien cómo explicarlo, pero sería una especie de pesar en el estómago. Algo vago, oscuro. Y especialmente lo sentía cuando me quedaba mirando el pasillo. Ese pasillo. Era un corredor raro, no tengo ninguna duda; con las paredes blancas y descascaradas por la humedad, con poca iluminación, y con una pendiente pronunciada que acababa en la vieja cocina, al fondo. Digo vieja cocina, porque sí, la cocina era muy antigua, apenas funcional, pero útil de todos modos. De hecho, la casa por entera cumplía con ese mismo perfil; entre lo anticuado y hasta lúgubre, y lo práctico.

Vuelvo.

Esa noche hacía frío. Me acuerdo especialmente, porque ahí fue cuando por fin pude estrenar mi abrigo negro doble faz que me había regalado mi tío para mi cumpleaños. Ya cuando eran como las ocho de la noche, nos dio hambre, así que decidimos tomar once antes de continuar los estudios. Pero no había nada para comer, con suerte un pan añejo, una barra de mantequilla y unos fideos del día anterior, así que tuvimos que salir a comprar. No nos urgía la hora, porque sabíamos que, por la necesidad de la gente por trabajar, siempre atendían los negocios desde muy temprano hasta muy entrada la noche. Sin embargo, alguien debía quedarse en la casa para abrirle la puerta a los demás. Y ese fui yo. Ni siquiera fue mi decisión, sino que justo había ido al baño y cuando volví al comedor ya no había nadie. Corrí a la calle, a ver si aún estaban ahí. para pedir que me compraran un rollo de canela, pero ya estaban muy lejos. Me volví a buscar mi teléfono para llamar al Willi. Cerré la pesada reja de fierro negro, y, por alguna razón, me detuve en el jardín. El otoño había hecho mucho daño a esas plantas; se veían muy tristes, sin hojas, apenas en pie. Me demoré especialmente en una roza marchita; tan solo un tallo de espinas, melancólico, curvado con notorio dolor.

Volví a entrar al comedor y dejé bien cerrado el portón de madera. Pesqué mi celular y me senté en la mesa, con los cuadernos y los computadores, a hacer la llamada. Me aseguré con tres rollitos. Después me quedé ahí, mirando mi Facebook, en silencio. En silencio. En silencio. La vista se me alzó automáticamente, y ahí estaba la casa. Las paredes anémicas, el polvo en los muebles, la televisión arcaica, las ampolletas colgando sin pantalla. No pude volver a mirar mi computador, porque todo eso me puso muy intranquilo. Pero lo peor fue el pasillo. Entre la penumbra y el silencio, ese corredor… Tenía la sensación de que había algo ahí, algo quieto entre las sombras, algo que me observaba. Así, en el sigilo rotundo de la noche, me quedé congelado, sin atinar a nada, y como mirando para todas partes, con la expectativa de que algo ocurriese.

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