Ajena a miradas indiscretas,
una alfombra de indiferencia
se extiende bajo los pies,
de una pequeña y su violín
en la boca del metro de Madrid.
La multitud dispersa, silente, ausente,
se esparce por todos los rincones.
Autómatas que repiten incansables
las mismas rutinas.
Prisioneros de un destino
que enterró para siempre
en el olvido
esos ojos que un día
estuvieron vivos.
La niña de sonrisa dibujada,
cenicienta clandestina
luce sin vergüenza
sus ropas gastadas.
Imagina ser una princesa
en un cuento de hadas.
Ella sin prisa, sin pausa
extrae de una funda
su mejor arma.
Su bien más preciado
Su herencia mimada.
Elaborado por manos artesanas,
lo acaricia,
lo mira,
lo coloca en la posición exacta
entre su hombro y su cara.
Sin atril ni partitura,
arranca con maestría
de las cuerdas del instrumento,
con la ayuda inestimable de su arco
de crin de caballo desbocado,
la fuerza, el brío, la energía
de un animal salvaje,
que un día fue libre
Y acabó
siendo amaestrado.
Cuatro cuerdas bastan
si son con sutileza acariciadas,
para impregnar el aire
de una música que embriaga,
fruto de algún poeta
experto en hilvanar sentimientos
sin necesidad de usar palabras.
Así erguida frente al mundo
con su arte como única bandera,
consigue por unos minutos
que los sordos oigan,
que los ciegos vean,
que detengan sus pasos presurosos
Y recuerden
que la vida, es bella.
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