Álbum familiar.
La casa de mi madre está llena de muertos que conocí,
tienen esa seriedad de lo excepcional de un retrato,
el gesto formal, adusto, de retrato para lápida.
Casi todos están en la mesita de noche
y ocupan portarretratos sin gusto, baratos;
otros yacen bajo el cristal de la mesita,
no nos caben más muertos ya, es un hecho.
Hay dos excepciones claras:
mi abuelo, que es un retrato de muerto desconocido
con portarretrato de calidad previo a los «chinos»;
y mi padre, que está en el salón,
en una mesita diminuta, redonda, mirándonos.
Espero que no sepa que no hablamos de él,
ni para bien, ni para mal…
no llevaba demasiado bien la indiferencia.
La casa de mi madre está llena de retratos de muertos
que están a la vez en la casa de mi madre y en el cementerio.
Pulpo hembra.
Alumbrar a mi hija rompió mi cuerpo.
Es natural, decían,
es lo más natural del mundo, dicen.
Y debe serlo,
debe ser natural partirse para que surja otro,
vaciarte violentamente,
sangrar, llorar, abrirte los senos,
silenciar el dolor que de tan natural ofende.
Nadie consideró que seguiría siendo una mujer
—qué mal lo pasaba mi madre en los partos, y mi tía,
y qué bien mi hermana, que casi se les caían—
Y después del «¿están las dos bien?» del primer día
la pregunta se vuelve singular.
Y tú come para tener leche
leche tibia en un cuerpo que cicatriza solo,
como manda la naturaleza,
que no bien. Pronto no es bien. Solo no es bien.
Las madres pulpo y las madres humanas
somos parecidas —capaces de todo—
cuanto más frío es nuestro entorno
más posibilidad de morir de inanición
y olvido.
Alumbrar a mi hija rompió un cuerpo
con el que aún no me había reconciliado,
con el que aún no me he reconciliado.
Fenotipo.
No hará mucho tiempo —acera arriba y acera abajo—
encontraba a mi padre en la esquina del estanco,
o leyendo al contraluz de una cochera abierta.
Por las tardes, de conversación con los vecinos,
y a ratos, burlando la artrosis en la Olivetti.
En el mes previo al veraneo podía verle
en una partida de cartas del chiringuito,
marcado de cerca por un perro sin atar.
Alguna vez me lo cruzaba en la carretera,
estrambóticamente pegado al parabrisas
con las cortas puestas de día como advertencia.
Pero mi padre —mi raíz—, el que lo fue y lo es,
reposa largamente en el sueño de los justos,
y los que junto a él coexistieron aquel tiempo
han acabado sin ruido—uno a uno— acompañándole.
OPINIONES Y COMENTARIOS