Llevaba la vida inapelable de la opulencia,
de la riqueza y de lo ostentoso.
Su rutina eran las riquezas,
las joyas,
las tiendas de lujo,
los objetos antiguos,
las obras de arte y las colecciones.
Disfrutaba de una vida urbana y solitaria,
de manías sin alma,
sin convivencia, vacua, vacía…
Sin el sobresalto del prójimo,
sin el calor del cónyuge,
ni la desventura de los amores
tampoco de la vida compartida con los amigos.
A propósito, pasaba así su tiempo.
Pasaba la vida dando órdenes de compra,
estudiando precios de venta,
interrogando a sus asesores y consultando a sus abogados,
aburriendo… a los marchantes de arte,
y así con todos sus subordinados.
Cuando llegó la pandemia (a Manhattan),
a final del invierno,
se encerró en su vivienda de lujo,
dio orden de que nadie le molestara,
que a nadie necesitaba ver.
Disfrutaba ( a solas) de sus salones,
sus cuadros,
sus objetos de colección y de las inigualables vistas,
desde su espléndido ático,
al río Hudson.
Enfermó,
como mucha gente y murió a las tres semanas,
sin funeral ni atenciones médicas,
sin oxígeno y sin que nadie reclamara su cuerpo.
Tras unas semanas fallecido,
las autoridades funerarias lo llevaron hasta la isla de Hart,
lejos de Manhattan.
La que fuera cárcel,
psiquiátrico,
reformatorio
y antiguo hospital de tuberculosos,
la de las fosas comunes,
la isla donde la ciudad de Nueva York entierra a los muertos no reclamados.
Sin tan siquiera una lápida, en una fosa común sin vistas.
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