¡Cómo pasa el tiempo y a qué velocidad cambian las cosas! Desde que me clavaron con cemento enfrente de aquella plazoleta, he visto incontables amaneceres y cientos de cambios de estación. He visto tormentas terribles que han convertido la tierra en un lodazal. Y la evolución del barrio alrededor, derruyendo lo antiguo y construyendo lo nuevo para transformar la aldea en lo que hoy es un pueblo orgulloso de serlo.
Tengo suerte de ser un banco del parque. No me hubiera gustado haber sido anclado en un solitario callejón o en uno de esos caminos que conducen a los campos, los cuales casi nadie transita hoy. Me gusta observar a la raza humana, sus costumbres, sus relaciones; sobre todo las que tienen que ver conmigo. No me malentiendan, estaré hecho de madera y metal, pero soy muy consciente de mí mismo y de que he sido fabricado con un propósito: en principio, el de satisfacer las necesidades de descanso del transeúnte. Y, sin embargo, percibo que mis funciones han ido algo más allá.
Puedo evocar el recuerdo desde el día de mi construcción. Entonces no había columpios como ahora, sino que la fuente del caño presidía la plaza. Parada obligatoria para los labriegos que volvían del campo, de trabajar de sol a sol, azada al hombro y fardos en el carro. Algunos se sentaban sobre mí, a modo de breve pero merecido asueto, evitando hablar de políticas y penurias, pero forjando una amistad que después se duplicaría en bares, con la baraja de cartas o el dominó. Y los críos venían solos, no perseguidos por sus madres como ahora, para jugar a las canicas o las tabas.
Entre ellos recuerdo al señor Juan. Maestro de profesión, muy justo y educado él, se sentaba con su hijo a la hora de la merienda. Amonestaba a su retoño, al tiempo que le ofrecía una manzana, cuando éste tenía la osadía de posar sus pies sobre mí. “¡Así no se sienta un hombre!” –le decía; y lo obligaba a sentarse como Dios manda, aunque no sé muy bien en qué Evangelio está escrito exactamente. El niño obedecía sin demora, pues sabía de la cachetada que le correspondería en caso de tener la osadía de desobedecer. ¡Si hubiera, el señor Juan, conocido a su nieto, quien tenía mi asiento por una montaña a escalar y un precipicio por el cual no caerse…! Estoy seguro de que le hubiera reconvenido a su hijo, diciéndole: “Jorge, ¿es que no ves cómo estás educando a tu hijo?” Y no crean, que yo agradezco su respeto; pero estas maderas han soportado cosas peores que los saltos de un niño.
Por ejemplo, las de su propio padre en sus tiempos mozos, después de la inevitable etapa del acné y las primeras afeitadas. Recién regresaba de la mili cuando se echó novia; y es que los trajes de militar, si bien no son muy ornamentales, sí servían para hacer creer que uno ya se había hecho hombre. Así, seducida la mozuela, aprovechaban las noches de media luna o luna nueva, cuando aún no habían puesto el alumbrado público, para visitarme y recostarse sobre mí entre besos, abrazos y otro tipo de manoteos en aquella época prohibidos. No entiendo cómo no regresaban a sus casas con la espalda hecha una balda, ya que no soy ningún pajar. Y en una de esas escapadas, sacó Jorge su navaja para grabar las iniciales de ambos, adornadas con un mal dibujado corazón. El emoticono de aquellos tiempos. Aún llevo esa cicatriz en mi respaldo, aunque el tiempo y un par de grafitis la han emborronado.
Y para no alejarme mucho de la adolescencia, me detendré ahora en su hijo, ya saben, el pequeño escalador. Julián adquirió costumbres más diurnas y colectivas que su padre: junto a toda su pandilla, tenía la original ocurrencia de sentarse como estaba entonces de moda: con las posaderas apoyadas en el respaldo y mi asiento haciendo de reposapiés. Bolsas de pipas en ristre, charlaban de videojuegos, películas de serie B y, por supuesto, de chavalas; sobre todo si en ese momento las veían pasar toda pizpiretas. Y en el transcurso de la conversación, dejaban a mi alrededor una frondosa alfombra de cáscaras de la que tenía mucho que opinar el barrendero, quien, curiosamente, era el mejor amigo de Jorge.
Viéndolo así, parece mentira que sea este el mismo Julián que ahora enseña, con todo civismo y paciencia, a Javier, el nuevo vástago del clan, a recoger del suelo el envoltorio de su bocadillo y volverlo a tirar; esta vez con el tino de hacerlo en una pulcra papelera, bien dispuesta para ello. Sí, los tiempos cambian y nosotros lo hacemos con ellos. Parece que fue ayer cuando el señor Juan se comía una manzana, junto a su aparentemente calmado heredero y hoy su bisnieto nunca muestra intención alguna de acercárseme porque toboganes y columpios le parecen más interesantes que yo. Eso sí, excepto cuando viene al parque con la tablet; entonces sí que se vuelve un perfecto sedente, quieto y con los pies colgando sobre el suelo, tal y como Dios manda. ¡Qué orgulloso, pienso yo, que se sentiría su bisabuelo!
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