El bar de las guapas

El bar de las guapas

Silvia Useros

09/03/2019

EN LA CALLE ARGUMOSA, del castizo barrio de Lavapiés, hay un bar chiquitito que en su día era conocido como «el bar de las guapas».

Cuando era pequeña, mi madre me contaba que el bar lo llamaban así porque mi bisabuela y sus hijas eran muy guapas, y los clientes se referían a este pequeño lugar de paso con este mote cariñoso, siempre desde el afecto y el respeto.

A mí esto me creaba mucha admiración y cierta envidia, la verdad, ya que pensándome más bien feíta, creía que probablemente había heredado la belleza rara de la otra parte de la familia. Es decir, escasa.
Tenía ocho años. No me juzguéis.

Lavapiés, con su aire triste y melancólico, me parecía el barrio más bonito del mundo, y la iglesia de San Lorenzo: el faro que guiaba entre los edificios, ubicando su esplendor con modestia entre el ritmo ajetreado de este barrio madrileño.

Nada más llegar, me bajaba del coche y arrugaba mi naricilla deleitándome con ese olor tan típico de la ciudad. En especial, el olor del rellano de los edificios. ¿Por qué ese olor tan particular? Ese aroma, único en el mundo, me embriagaba de tal forma que incluso con los ojos cerrados hubiera podido saber dónde estaba, y aún hoy, no sabría explicar las características que definen esa mezcla de matices de este peculiar perfume urbano.

En realidad, este no es exactamente mi barrio. Yo nací al lado del mar, donde todos los días lucen brillantes y el aire huele a flor de azahar. De hecho, creo que es el constante matiz del sol lo que más diferencia ambos lugares. Este contraste colorea el paisaje con pinceladas naturales, y cada uno de mis dos barrios, me hipnotiza y embelesa a su manera. Uno con su luz bohemia, y el otro con su luz alegre de tonos azulados, pero ambos, formando parte de mí y yo de ellos.
Por las mañanas, Lavapiés se llenaba de olor a churros y a chocolate caliente, y la ajetreada vida parecía detenerse durante un rato, para disfrutar de ese momento.
Yo observaba a la gente y veía como la calle se llenaba de vida poco a poco mientras las persianas de los comercios se alzaban, con ese ruidito escandaloso que inaugura las mañanas cada día.

Primero pasaban las vecinas, vestidas de negro y cargando con sus bolsas de la compra mientras saludaban apresuradas; después, jóvenes ojerosos con crestas de colores que volvían de fiesta y también jóvenes delgados con miradas perdidas. Más tarde, chiquillos llenos de vida, con prisa para ir a jugar, como si se acabase el tiempo.
El barrio era un hervidero de gente, pero el más madrugador, era sin duda, el camarero del bar de las guapas que despertaba con el tintineo de las cucharillas de los cafés calentitos y los desayunos suculentos.

Ese día, mientras desayunábamos, vi entre servilletas y azucarillos abandonados en el suelo, una moneda de 20 duros. Los madrugadores, engullendo sus churros y porras, charlaban animados ajenos al pequeño tesoro.

«Con veinte duros puedo comprar tres chicles, dos paquetes de pipas, un par de tiras picapica y patatas fritas, y quizás me sobre para la tarde», me dije, y a media mañana, hice un gesto a mi hermano y salimos como un rayo por la puerta, corriendo calle arriba. En la esquina nos cruzamos con el tendero, un amable malagueño con bigote prominente, y nos saludó con una sonrisa mientras hacía un gesto vago con la mano, pero nosotros no le prestamos atención, solo nos preocupaba esquivar a la gente mientras nos escondíamos en las esquinas ante la mirada protectora de los vecinos más longevos. Después de todo, Lavapiés era como una gran familia, donde todos se conocían y se cuidaban a su manera.

Corriendo salvajes por las calles, llegamos a la tienda de caramelos y por su gran escaparate de cristal pudimos ver todas golosinas expuestas: caramelos de menta, caramelos picapica, nubes, fresas, pipas, palomitas, aceitunas gordas y patatas fritas servidas en unos conos de papel. Mirando esa isla del tesoro imaginamos el festín que nos íbamos a dar, y como en el cuento de la lechera, descubrimos que no hay mayor tesoro, que disfrutar el presente sin avaricia alguna.
Cuando fui a sacar los 20 duros, para mi sorpresa, el bolsillo del pantalón tenía un agujero por el cual no solo se había ido la moneda sino también nuestra ilusión.

El dueño, viendo nuestra cara de pena, sacó tres chicles de Boomer de fresa, a la vez que nos decía: «dos chicles de fresa de parte de la casa, para los niños del bar de la calle más bonita de todo Lavapiés».

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