Enrique vuelve una vez más a subirse a ese árbol que de muy niño le impresionó. Eliana, su enamorada, le llamó la atención este tremendo vegetal del parque, pero por mas intentos que ha hecho -incluso con la ayuda de él- no lo ha podido escalar.
A Enrique, desde muy joven le gustó el trago, sobre todo el ron. Sus padres compraron la casa donde vive desde que nació, se luce como la más bonita residencia frente a ese parque hermoso de una hectárea cuadrada. Jugaba siempre en él. Se convirtió en su espacio privado. Sus veredas completaban un cuadrado cruzado, en el centro la pileta.
En uno de los triángulos del parque, existía un árbol añejo con un tronco ancho. Al llegar a tres metros de su altura, se abría y daba paso a dos ramas que parecían dos troncos fuertes, gruesos, cada uno con sus ramas más delgadas, que se buscaban entretejiéndose dando forma con sus hojas una copa frondosa, de las cuales colgaban algunas lianas resistentes. Un micro bosque para el que se aventure a escalar los quince metros de altura, de aquel árbol. Los pajaritos, las ardillas, y demás visitantes lo habían hecho suyo. Desde afuera se tenía que hacer un esfuerzo especial para ubicar la vida que albergaba. Enrique lo bautizó con el nombre de «Noé». Hace siglos alguien lo sembró, creció y envejeció.
Noé, me permitió subirlo, poco a poco mi hice su amigo. Cuando no estaba de humor, dejaba que pisara un costado de tronco, donde había restos de hojas mojadas. Muchas veces me caí. Con el viento que lo acariciaba, lo refrescaba, sus hojas se movían, desesperadas por asirse, no caerse, no morir. Sus ramas de igual manera, aunque por no sostenerse bien también caían. De tanto intentarlo, lo comencé a conocer mejor. A la mitad de su altura tenia formado un descanso. Asemejaba una capsula espacial, me podía sentar, colocar mi mochila, echarme como un bebé, erguirme rectamente. A través de la espesura de sus ramas, hojas y flores, se podía divisar hacia abajo. Si no te movías mucho, los paseantes del parque no te ubicaban.
Los momentos que pasaba en la capsula, los disfrutaba. Llevaba mi sanguchito, una chatita de ron, gaseosa y el equipo de sonido, con mis audífonos puestos, escuchando mis rancheras, una de ellas la repetía constantemente «…qué bonitos ojos tienes, debajo de esas dos cejas, ellos me quieren mirar, pero si tu no los dejas, ni siquiera parpadear…». Los ojos de Eliana, se posaban mirando a este majestuoso vegetal y no a mí. No se atrevió a subir, podíamos haber entrado los dos, no nos hubiésemos caído. Pero, no, no quiso. Cada vez que el árbol notaba su presencia, el viento venia en su ayuda, dejaba desprenderse las hojas, sus flores marchitas caían. ¡Ese árbol, no me quiere! Inquiría, baja, vamos.
Ese espacio –el parque–, se convirtió en mi descanso, en mis retiros de soledad, en mi embriaguez, en el pensar en mis desamores, en mis trabajos temporales. En el trabajo que desempeñe como maestro de obra, comencé como todos en este tipo de labor: peón. Mi destreza y habilidad tuvieron sus frutos, ascensos tras ascenso. Muy querido y odiado por algunos. Siempre nos juntaba el vacilón de fin de semana, después de la paga, de frente al bar. No sólo, mis compañeros conservaban sentimientos conmigo, también la plana mayor, los ingenieros. Las diferencias que tuve con ellos, tenía que ver con mi experiencia en la construcción, ellos decían <<no, tienes que seguir el procedimiento constructivo, y ni una palabra más>>. Un fin de semana largo, hizo que él primer día laborable de la semana que empezaba, llegara a la obra, con una resaca de padre y señor mío. Buscaban un motivo para desaforarme, a pelo les cayo mi estado ese día <<regresa por tu liquidación la próxima semana>>. Con cuarenta años de edad, una vez más sin trabajo.
Ya son tres años, cachuelo, tras cachuelo, ningún trabajo con periodo largo. Noé, me recibía todos los días, en la capsula pasaba horas: en la mañana, en la tarde en la noche, siempre acompañado de mi chata de ron. Al acabarse, corría a mi casa, me abastecía del liquido elemento y, caminaba despacio por todo el parque, ingresaba al grass y sin darme cuenta me echaba a descansar. Mi casaca no la abandonaba, en su bolsillo interior, la chata descansaba.
Con Eliana, cruzábamos el parque, sobre todo al caer la noche. En una ocasión, me puse a tararear una canción «…cuatro cirios encendidos…», a lo que ella se apresuró a continuar “…hay en un ataúd…». La quedé mirando y sin dejarme hablar, me dijo que sabía que me gustaban las canciones mexicanas, se había dado cuenta y se aprendió la letra de esa canción. Agregando <<espero que no sea una premonición>>, ya te he dicho de mil maneras que dejes de tomar, <<crees que soy tonta>>, cada vez que paseamos por este parque, sacas de tu casaca tu chata de ron y ¿Cuántas veces tomaras, mientras caminamos? ¡Espero que no hagas lo mismo cada vez que te desapareces, subiendo a ese árbol que no me quiere!
Cada vez se me hace más difícil llegar a la capsula, me he caído varias veces, siempre agarrando mi chata de ron. En cualquier momento salía de mi casa a recorrer el parque. Sorbo tras sorbo, pero bien parado, caminando en zig zag sin caerme. Noé parece que ya no me quería, trepaba, trepaba y no podía subir, me resbalaba y terminaba en el piso de tierra. En la noche sin que nadie me vea, subiré, si ó sí, la capsula me espera.
La mañana estaba nublada, corría fuerte viento, algo inusual; en el parque, los pequeños árboles, arbustos, flores, se movían trémulos. Noé también sintió a la naturaleza, arrojó a sus hojas marchitas, se desprendieron sus flores. Una de sus ramas se quebró y de lo más alto cayó al grass muy cerca donde yacía Enrique.
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