En la polis del desamparo la desazón y la miseria iban aumentando a medida que uno se iba alejando del centro en círculos concéntricos. Si te arrimabas tras una larga kilometrada al cementerio civil te encontrabas con bloques altos de hormigón, concatenados unos a otros como un desfile de orugas ciegas hacia un destino azaroso. En uno de esos bloques vivía Moreno, un chico de 9 años que bajaba a la plaza escoltado por sus dos hermanos mayores. Los demás chicos se burlaban de Moreno ya que siempre bajaba con la colleja bien roja y bien caliente, sus hermanos aprovechaban la ausencia de sus padres para mostrarle la jerarquía.

El momento de la calle era el preferido para Moreno, la luz se filtraba tras los cristales de los pisos y parecían focos que iluminaban un gran estadio de fútbol. Siempre había un adulto que jugaba a la pelota con los niños creyéndose Arteche, chupaba balón y era leñero, finalmente los niños le echaban al grito «búscate una familia«.

Un encuentro especial para Moreno era cuando se encontraba con Cortés, siempre aparecía con costras grandes en las rodillas. Se sentaba en el banco y buscaba a Moreno y a sus amigos para que estos le arrancaran las costras al módico precio de una peseta. El placer y la grima, a partes iguales, que sentía Moreno era indescriptible, se imaginaba que debía ser parecido a arrancar un caracol de su concha, cosa que se vería incapaz de hacer.

Observaba con interés a los chicos cómo se iban a los bancos y se abrazaban, y se besaban, él pensaba que uno atraparía la lengua del otro y se la comería, así se explicaba por qué Chema no hablaba nunca y, en cambio, Nati no paraba de chismorrear. Un día una chica le pidió un beso a Moreno, él salió corriendo por temor de perder su lengua y ya no poder pedir nunca más un cuerno de chocolate. El comprar un bollo era algo excepcional y muy especial, su amigo Fran pedía el más grande, Moreno el más duro, el del día anterior, así le llenaba más y no le quedaban ganas de repetir, cosa imposible por no tener tanto dinero.

Se juntaba un grupo de muchachos heterogéneo y desigual, los había con barba y greñudos, chicas y chicos con bolso y con los labios pintados, tontos, come bollos, tirillas y mocosos. Todos hablaban y se respetaban en ese lugar de encuentro en medio de cuatro bloques. En esa plaza empezaba cada mañana el mundo, lo inauguraban el equipo de barrenderos y el camión de la basura, luego los madrugadores currantes, que no eran muchos, y ya más tarde los niños a la carrera con sus madres hacia la escuela. Después salían los filósofos, los contempladores que poblaban los bancos e inundaban el aire con olores embriagantes de alcohol y hierba. Moreno pensaba que esos olores dulzones provenían de sus cabezas pensantes, como si la actividad mental llenara el aire de buenas ideas en forma de gases. Él tenía claro que quería ser un bienpensante de mayor, no entendía por qué los adultos siempre iban corriendo y les hacían acelerar a golpe de grito, cuando lo mejor de su mundo era vaciar la tarde de tiempo, como se vacían los bolsillos de llaves, y viajar a la aventura de cada día en compañía de su tropa.

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