Esto ocurrió en un tiempo en el que las calles aún pertenecían a los niños.

Recuerdo la galería que bordeaba la plaza, existía un recodo compuesto por dos soportales formando esquina donde me pasaba el día pateando una pelota, soñando el fútbol, imaginando marcar el gol de la victoria en la final del Mundial. Recuerdo también la cuadrilla de muchachos de mi edad: ellos nunca jugaban, nunca estaban por los soportales, siempre merodeaban alrededor de los chicos mayores, pululando a su vera, rondando los ciclomotores viejos y estruendosos con los que estos circulaban por las callejuelas empedradas del casco antiguo: siempre alerta, como esos tiburones blancos que sienten próxima la sangre de su presa. Aquello era confuso e inexplicable para mis doce años: mientras yo gastaba suelas y meriendas chutando contra las dos paredes de ese esquinazo los demás iban y venían galopando, casi siempre de modo temerario, sobre aquellas vespinos cochambrosas, y de vez en cuando se les oía vociferar para que retumbase en los confines del barrio, gritaban con todas sus fuerzas: «¡Agua!”. Entonces emergían atronando las sirenas de los coches patrulla.

Chicos con sus convenciones barriales, donde aún pervivían códigos hoy en día difuntos: la lealtad extrema como bandera y la fidelidad ciega hasta sus últimas consecuencias. La ley inquebrantable de la calle. Miraban distinto, ocultos tras las solapas con tachuelas de sus chupas de cuero. Olían diferente, no sólo al Ducados que fumaban, sino como recién salidos de una morgue. Desprendían un aura de corrupción cada vez que asomaban -los malos siempre asoman- en guardia, ojo avizor. Uno que parecía el cabecilla se arropaba de tres o cuatros de los chavales más intrépidos, siempre acompañado de una muchacha con rictus desorientado, cuyo semblante parecía cuestionarse qué pintaba ella allí. Su rostro desvaído era una mezcla de cándida inocencia y sumisa desazón, mientras que cada uno de sus gestos parecía sometido a la voluntad del capo. Ellos eran los malos, pero ella no lo sabía. Recuerdo pensar en todo esto mientras la observaba, y cómo ella una vez al descubrirme sostuvo displicente su mirada.

Supe con el tiempo el apodo del capo: El Jaro. Pero nadie acertó a decirme el nombre de ella.

Pasaron los años, mi ingenuidad adolescente empezó a desperezarse y ese nulo conocimiento de la vida más allá de aquellos soportales acabó por disiparse. Empecé a querer ser uno de ellos, de los que vestían pantalones pitillo, de los aprendices de matón a lomos de motocicletas herrumbrosas, con ese olor fúnebre que los envolvía, y que era para mí un narcótico que me abocaba a rendirme al hechizo de aquellos quinquis. Pero en ese mismo tiempo empezaron a precipitarse los primeros logros deportivos. Seguía pateando al balón -decían que cada vez mejor- y poco a poco fui quemando etapas: los inicios con el equipo del barrio, las convocatorias con las selecciones inferiores, los viajes a campeonatos internacionales… Y fue entonces, lejos de mi casa y mi barrio, cuando comencé, sin haberlo previsto ni esperado, a pensar en ella. Empecé a echar de menos su tez pálida, su disimulada tristeza y ahí supe que eso que me agitaba era lo que en el mundo de los mayores llamaban enamoramiento. Brotó así algo parecido a la añoranza, al deseo de no volver a estar lejos de ella. Era el vértigo de eso que uno no sabe qué forma posee, que oprime y atañe al corazón. Así, cada vez que volvía de alguno de esos campeonatos en el extranjero, desde la cobardía del anonimato, emanaba mi lado más torpe y para acercarme a ella decidí enviarle ilusas notas declarándole mi amor. Descubrí dónde vivía, que la ventana de su cuarto era la que daba a la parte trasera de los soportales. Construí mis propios proyectiles, pequeños guijarros envueltos en papeles manuscritos con textos almibarados -sin firmar, por supuesto- y los arrojaba con todas mis fuerzas contra el cristal de su cuarto con la remota esperanza de que alguno cayese dentro y ella lo leyese. Notas de amor cobardes que iban amarradas con sedal, como esperando que su atención picase aquel ridículo anzuelo.

Una de esas noches de asalto, cuando me aproximaba a su ventana, bajo una inmensa farola de forja que iluminaba toda la calle, pude adivinar la silueta de alguien apostado justo debajo del haz de luz; un leve movimiento de aquella silueta y las volutas de cigarrillo desvaneciéndose al contacto con la noche confirmaron mi temor: era El Jaro. Al tiempo que hui despavorido pude percibir que en la ventana de la casa tembló una sombra tras la cortina.

Basta con no hablar del pasado, ni siquiera ocultarlo, para que sea enterrado bajo el silencio. Tuve que irme, desertar del barrio. Puede que nimias decisiones tuviesen irreversibles consecuencias. El día que regresé a mis calles, el cielo estaba cerrado por defunción. Ese cielo que me había acompañado todos estos años de exilio, ese cielo unánime y resplandeciente, no quiso seguir brillando ni regresar conmigo. Todo lo que me sucedió de niño súbitamente se había volteado y ahora que rozo los cuarenta sólo quiero coger el tren de regreso a mi infancia.

Vuelvo a mi barrio. Las esquinas y los soportales siguen siendo territorio comanche, tierra hostil donde hace décadas ya se cruzaban fuegos y sirenas. Es un campo de batalla en miniatura, con sus trincheras y sus municiones. Supe por los noticieros que quienes no la palmaron por el caballo ahora se pudren en el talego. Pero de El Jaro nunca más se supo.

Como reza el tango: veinte años no es nada. Y ahora regreso a la ventana iluminada por la inmensa farola de forja. He vuelto para decirle que la quiero. Ya no llevo una nota amarrada a una piedra, tampoco me parapeto entre las sombras. Camino firme por el pavimento empedrado que lleva a su casa, mientras observo cómo ella me mira, esta vez ya sin ocultarse tras la cortina.

Plaza Mayor, Madrid. Soportales calles Siete de Julio y Ciudad Rodrigo.

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