La calle de mi historia

La calle de mi historia

Víctor Armada

25/02/2019

¿Alguna vez habéis vivido en un barrio de no más de un rectángulo de mil metros cuadrados?

¿Habéis sentido la libertad de andar por las calles como si os pertenecieran?

¿Habéis tenido que oír hablar de vuestra casa como si de un ladrillo en medio del campo se tratara?

Bien, esta es la historia de uno de esos barrios. Esta es la historia de una de sus calles. Esta es la historia de mi calle.

Toda esta crónica da comienzo en un recóndito segundo piso de una de las calles de Madrid. Y esta no es una historia cualquiera de cualquier otra calle de cualquier otro barrio, no, la historia de mi calle es también mi historia.

Para poder seguir hablando, antes, debo de poneros en situación. Comencemos por poner un punto geográfico en el mapa. Mi barrio está situado al este de Madrid, cercano al aeropuerto, dentro del distrito de Barajas. Es cierto que existe algún <<barrio de bien>> dentro de ese mismo distrito, pero las pocas personas que conocí que pertenecieran a esos barrios bromeaban con que derribarían el mío para poderles hacer una piscina a ellos. Bueno, bromeaban. Visto el desnivel económico entre aquéllos no me parecería una idea demasiado descabellada.

Un simple puente actuaba de frontera entre mi barrio y el resto. Bastaba cruzarlo para adentrarte en las calles que dividían los bloques de dos alturas de todo el vecindario. Todos los bloques podrían ser el mismo si no fuera por las diferentes prendas de vestir que colgaban de las cuerdas de tender. Pareciese que no había ni una hora del día en el que no tuviera que haber ropa secándose.

La separación entre los edificios no era demasiado grande, pero sí que se ocupaba con un pequeño solado, cuatro bancos y unos jardines descuidados.

Bueno, mi calle era una de las del fondo del rectángulo que formaba el barrio, justo al cruzar el parque central, constituido por un tobogán y dos columpios. Allí, pegado a la autopista que pasaba por el lateral del barrio, se encontraba la calle de mi bloque, de mi casa, de mi hogar. Allí estaba la calle Garganchón.

En la calle Garganchón se dividían dos bloques de edificios por medio de ese pequeño jardín descuidado y bancos destrozados de los que hablaba antes.

En frente de mi bloque había otro exactamente igual, desde donde, de vez en cuando, mantenía conversaciones a gritos con uno de mis amigos. Pero ése era un amigo cualquiera, mis amigos de verdad vivían bastante más lejos de mí, como a tres o cuatro bloques más a la derecha.

–¡Lucas!¡Lucas! –se oía desde la calle –¿¡Bajas a la calle!?

Distinguía la voz, a gritos, de mi buen amigo Pedro. Cuatro y media de la tarde. Tan puntual como siempre. No había ni un día en el que no despertara de su siesta al resto de vecinos del bloque. Por supuesto, en una calle como la mía no existía el invento del telefonillo. Así que, aquí, o se grita, o no te oyen.

–¡Lucas! –Se escuchaba esta vez desde dentro de mi casa –¡Te llaman tus amigos!

Mi madre, como siempre, ayudándome en la labor de quedarme cada día un poco más sordo.

–¡Ya lo sé, mamá! –le gritaba yo ahora desde mi cuarto –¡Bajo a la calle!, ¿¡vale!?

Era verano y, por aquel entonces, no había mayor placer que levantarte de la cama oyendo las voces de reclamo de tus amigos, bajar un par de pisos a saltos por las escaleras y llegar a la puerta de la calle del portal.

Alguien había dejado la puerta abierta y todas las hojas de ese maldito jardín se habían trasladado al fondo de mi portal. A ver a quién le tocaría limpiar esa maraña de hojas y ramitas secas ahora. Pero, como a un chico de once años poco le puede importar eso, esquivé aquel bulto de un último salto y llegué a mi preciada calle soleada.

Allí se encontraba mi amigo Pedro, esperándome sentado en uno de los bancos de la calle, pero hoy no estaba sólo. Hoy también había venido con Elena. ¡Elena! Se me para todavía el pulso durante un momento acordándome de ella. Elena… Seguro que vosotros también habéis tenido una Elena en vuestra vida. Elena era mi vecina del piso bajo del bloque de atrás. A veces alguno de mis amigos, o yo mismo, íbamos a dejarle notas de amor en secreto a la ventana. ¡Era tan guapa! Nos tenía a todos colados por ella. Cuando alguna vez oía a alguno de mis amigos llamarle a su casa desde la calle, rápidamente bajaba yo también y tenía un encuentro fortuito con él para poder esperar a que ella bajara de su casa y no estuvieran solos.

En fin, una vez en la calle ya parece que puedes ponerte a correr hacia el parque y pensar sólo en divertirte, pero no, como siempre un último grito advertía desde la ventana de mi casa: –¡Lucas! ¡Que no se te olvide que mañana vamos al médico por la mañana, así que te quiero en casa antes de la cena, eh! ¡Como mucho a las nueve estás aquí! ¿¡Vale!? –gritaba mi madre, claro.

–¡Que sí, mamá! –le gritaba mientras caminaba ya al siguiente bloque de mi calle. –Joder con mi madre, ni un día se despega de la ventana –les decía yo ahora a mis amigos Pedro y Elena.

–Bueno, ya sabes que son todas iguales –me comentaba Elena –.Esta mañana ha venido tu madre a mi calle y ha estado hablando con la mía a través de la ventana durante más de una hora.

Y es que así transcurrían las historias en mi calle y en las de alrededor. Vecinos con vecinos. Relaciones a través de ventanas. Amistades distribuidas en calles paralelas.

No existía día alguno de aquellos veranos en los que no me asomara por la ventana y esperara a ver a mis amigos aparecer por allí para, como siempre decíamos, <<bajar a la calle>>.

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