La calle del Tigre es un vertedero accidental para vecinos y turistas que, distraídos, dejan caer sobre los adoquines residuos testimoniales, de un discurrir de la vida que a nadie importa si le importa a alguien.
Entre las calles se abren, como obstruidos intestinos, pasajes interiores que se alzan sobre patios mugrientos, saltando los balcones atestados de trastos y del cubículo para el retrete.
En la entraña que forman las calles del Tigre y la Paloma, resuenan los sonidos cotidianos, todo a escasos metros de todo, todas las intimidades al alcance de la propia. Y viceversa. A esta hora, el tintineo de los platos en el fregadero se mezcla con la salmodia de los televisores vomitando entretenimiento cuando, de repente, se oye rugir a La Leoparda.
Chaume y Ana sonríen en el absoluto silencio y oscuridad de la sala, que sólo rasga el resplandor fluctuante de la tele.
Ocupan con sigilo sus posiciones. Tras las cortinas, parduzcas de nicotina, se mantienen atentos a la galería de enfrente, con la esperanza puesta en que Andrea, la vecina que acaba de gritar a pleno pulmón un “qué me dejes ya y me subas cocacola, hostia”, acerque la discusión a la galería.
Los gritos de Andrea se amplifican y tras ellos, se oye la vocecita de Carmen -su madre-, que replica sin tomar aire, como un inagotable grillo. Chaume y Ana cruzan una mirada golosa y gesticulan emocionados cuando la puerta de la cocina se abre, liberando el chorro de voz de la chica, que llena el callejón de un largo y diáfano “porque me sale del coño”. La redonda figura de Andrea se queda en el marco de la puerta, mientras los niños contienen como pueden la risa que les provoca siempre, aquel culo de elefante embutido en un estampado de leopardo.
La Leoparda sólo duerme, come y fuma, desde que dejó el instituto el año pasado por quedarse preñada, eso repite la voz de insecto. “Qué hablas, si el crío me ha despertado a las doce, ¿a que sí Tete?”, pregunta al niño que apenas habla. Chaume y Ana no consiguen oír si responde.
“Cri cri, trabajar, cri cri, dinero”, sigue Carmen. Andrea brama de nuevo “qué no te vas a arruinar por una cocacola, haz lo que te dé la puta gana. Déjame cagar tranquila.”
Los niños se tapan la boca para contener la risa, mientras Andrea se mete en el baño sin parar de farfullar; ellos se pegan a los cristales del balcón y aguantan la respiración. Y cuando ya están a punto de ahogarse, llega una alegre batería de pedos que los hace rodar por el suelo, muertos de risa. Ana se da un golpe.
Se acabó la risa.
—Joder, ni echarme un rato puedo— les grita su madre, saliendo del dormitorio con el pelo revuelto.
—Ana se acaba de dar en la cabeza, mama—suelta ágil Chaume, señalando a su hermana.
—A ver— dice su madre abalanzándose sobre el cuero cabelludo de la niña, siempre preocupada por que no tengan ninguna marca— No tiene nada. ¿Qué hora es?
Chaume enciende la luz y estira el cuello para ver el despertador que tienen en la cocina.
—Las once y veintitrés.
—Joder. Baja a por a tu padre. Dile que cenamos ya.
—No quiero, mama.
—Pues bajas igual.
—¿Y Ana qué?
—Bajáis los dos.
Los niños se calzan y salen disparados.
Bajan volando por la escalera, superando las trampas mortales en que se han convertido los peldaños desgastados por el uso desentendido, imprevisibles.
Una vez fuera se miran con orgullo, supervivientes.
—Rapidito que tengo mucha hambre— dice Chaume.
Ana asiente, cuando se oye por toda la calle un estallido de carcajadas procedentes del bar de la esquina. Entre los gritos y las risas, reconocen la voz pastosa de su padre y corren hasta la puerta. Lo ven al final de la barra, entre un grupo de hombres que se abraza en una festiva melé. Su buen humor se desvanece al verlos. Deja una copa en la barra y le abre la puerta a Carmen, que sale con dos latas de Coca-Cola.
—¿Qué?— les espeta con impaciencia, sin llegar a salir.
—Que cenamos.
—Pues cenad.
Los niños no se mueven.
—¿Qué? —les grita.
—Que la mama dice que subas.
—Pues le decís que no subo. Le decís que estoy con unos tíos cojonudos— y ya marchándose añade, apuntándoles con el índice— Y que no se acabe el vino.
Y vuelve al barullo retomando su copa y su sonrisa, ahí donde las había dejado.
—Dice el papa que cenemos— anuncia Chaume sin aliento.
—¿No cena? ¿Qué hace?
Él se encoge de hombros mientras le da volumen a la tele.
—Poned la mesa. El gilipollas. Pues va listo si espera que le deje vino.
—Dice que no te lo acabes— dice Chaume mientras se sientan frente a un plato de arroz blanco y un brik de tomate.
—Lo lleva claro— responde ella llenándose el vaso de tinto.
—Estaba Carmen en el bar— cuenta Chaume masticando, absorto con los dibujos en la tele.
—¿A esta hora? Si casi se tiene que ir a trabajar.
—Compraba cocacola para Andrea—dice Chaume sonriéndole a su hermana.
—Porque le ha salido del coño—añade Ana, con su pequeña voz y la boca llena.
Su madre le suelta un manotazo reflejo en el cogote y del susto, la pequeña escupe una lluvia de arroz por media sala.
Todo se congela un instante, hasta que su madre salta como un resorte para examinar la nuca de la niña allí dónde ha aterrizado el sopapo. Nada. Y entonces se fija en todos y cada uno de los granos de arroz esparcidos como metralla.
Vuelve a su sitio y toma el vaso en el que queda un último trago de vino, lo alza y grita con todo lo que tiene en los pulmones y en la garganta un «¡qué vivan los novios!» que arranca las carcajadas de los niños y, es probable, que lo hayan oído hasta en el bar de la esquina.
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