Cierro los ojos y puedo sentirlo, ese olor a naturaleza, noto la calidez del sol acariciar mis mejillas y oigo ese silencio, esa tranquilidad que en mi día a día echo de menos.

Oigo una voz, por fin vienen a buscarme. Deseaba que fueran las 10 para volver a ir a jugar con ellos, lo echo de menos el resto del año. Bajamos la rampa haciendo una carrera y siempre llega antes que yo, pero no me importa, el momento en que dejo que la velocidad controle mi cuerpo y no sepa cuando voy a parar me encanta.

Nos dirigimos al árbol, donde mi tío ató dos cuerdas a una rama junto con una tabla, era el mejor columpio del mundo. Jugamos horas y horas alrededor del árbol, me encanta tumbarme en el suelo y notar la hierba fresca mientras él empuja a su hermana en el columpio y me pasa por encima, espero que no se caiga, esa sensación de no saber si me va a dar o no me resulta divertida. Jugamos a cazar saltamontes, siempre cojo más que ellos, grandes, pequeños, verdes, marrones; me gusta mirar esas patas largas y esos ojos grandes que tienen, me resultan graciosos.

Escuchamos una voz, su abuela los llama para ir a comer, no nos habíamos dado cuenta de la hora, la verdad es que aquí no tengo que preocuparme del reloj y me siento libre. Aprovecho ese rato sola antes de que me llame mi abuela para columpiarme muy alto y alcanzar alguna de las cerezas que hay en la rama que puedo alcanzar si lo hago.

Abro los ojos y ahí sigue, la rama, las cuerdas y la tabla formando el columpio que me vio crecer. Aún se aguanta, aunque dudo que si me sentara aguantara mi peso, está lleno de musgo, nadie lo ha vuelto a usar desde que dejé de hacerlo yo.

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