¡Pare! ¡Espere un momento, por favor! Este aspecto mío asustaría a cualquiera, lo sé, mas le ruego que no tema. Mis desaliñados cabellos, la descuidada barba, la capa negra y la sotana que un día debió ser blanca, no ayudan mucho a la hora de hacer amistades. Aún así, le ruego se quede un momentito conmigo. Pasaremos un rato agradable; estoy convencido. Si bien a estas horas de la noche poco se aprecia de ella, podemos conversar acerca de las tantas historias y anécdotas que esta Plaza Mayor de la Villa encierra. Luego, si me lo permite, le hablaré de mí. De la causa que a este lugar me ata; de esa razón tan enigmática que me negó lo que a todos espera, cuando la muerte te arrebata la vida.
Me llamo Rodrigo, Rodrigo Calderón y sí, desde aquel octubre de mil seiscientos veintiuno, vengo siendo un fantasma. Aquí, justo a las puertas de esta Casa de la Carnicería, se instaló el cadalso sobre el cual fui degollado. Por entonces, la plaza era lugar elegido para llevar a cabo tanto las ejecuciones, como el irracional Auto de Fe. El Auto, por si lo desconoce, era un acto público promulgado por la Inquisición con el fin de que unos cuantos desgraciados, a los cuales se les había acusado de cualquier atrocidad relacionada con la religión, se arrepintiesen de las supuestas herejías cometidas. Además, lo tenían bien organizado: desde la calle de Ciudad Rodrigo hasta la de Toledo se disponía el patíbulo para los sentenciados a morir en la horca. Frente a la Casa de la Panadería, se ejecutaban a los condenados a garrote y por esta zona, quedábamos los decapitados.
Sí, amigo mío, sobre este empedrado por donde ahora paseamos, se ha vertido mucha sangre ¡Hasta los madrileños contrarios a Napoleón eran ajusticiados en esta Plaza Mayor! Pero la muerte verdaderamente viene dejándose notar desde el siglo XV; en ella se celebrarían las corridas de toros. Unos festejos que, aunque de indudable fama, sin embargo, pocos se han atrevido a comentar la cantidad de vidas que en ellos se perdieron. Rara era la mañana o la tarde, pues hubo corridas en ambos horarios, que no se saldara con varios heridos y la mayoría, fallecían ¿Sabía usted qué aquí surgió la tradición de una vez muerto el toro, sacarlo del recinto arrastrado por el tiro de unas mulas? A mi parecer, tanta muerte junta acaecida por una cosa u otra, terminó por llamar la atención del propio Maligno. En ese callejón de ahí enfrente, denominado del Arco del Triunfo, se rumorea que aparte de habilitar un acceso a la calle Mayor, esconde una puerta a la morada del mismísimo Satanás. Créame, de algún modo, entre este lugar y él existe una relación.
También, tenemos los fuegos. ¡Para qué hablar! Tres grandes incendios se han vivido en este recinto. De nuevo, otro instrumento demoníaco trae la desgracia. ¡Tal desdicha solo podría ser obra suya! El primero de ellos tuvo lugar a principios de mil seiscientos treinta y uno. Ocasionado en los sótanos de la Casa de la Carnicería, devoró numerosas viviendas. Seguidamente, en mil seiscientos setenta y dos, la Casa de la Panadería quedaría arrasada por otro incendio. El tercero y más trágico de todos se produjo en el verano de mil setecientos noventa; duró tres largos días. ¡Fue atroz! Obligó incluso a derribar algunos edificios colindantes para que estos actuaran a modo de cortafuegos. Tres cuartas partes de la plaza resultaron asoladas y, además, ocurrió un hecho desconcertante: en el callejón citado, conocido como del infierno, el fuego parecía avivarse intencionadamente sin que nada explicase el motivo. Cualquier tímida llama que rondara por su entrada, se enfurecía de manera brutal llegando, tras recorrerlo por entero, a salir por el otro extremo.
Muertos y heridos apuntando a una misma posibilidad: quizás, el mal, hubiese elegido esta plaza a modo de patio de divertimento. ¡Fíjese! En este mismo callejón habitaron dos sacerdotes y ambos, corrieron suertes parecidas. Don Martín Merino, presbítero y activista liberal quien, fuera de sus cabales, pretendió asesinar a toda una Isabel II. Se le ajustició a garrote. El segundo religioso fue don Cayetano Galeote. Sacerdote ordenado por la archidiócesis de Toledo, murió encerrado tras los muros del manicomio de Leganés, acusado de matar a tiros al Obispo de Madrid. ¡Ni los curas se salvan! ¡Mire Che Guevara, pasó por esta plaza, compró su famosa boina en aquella tienda y luego, llevó la revolución consigo; o sea, más muertes!
Y aquí sigo… No sé bien si es un premio o un castigo, pues, desde luego, los crímenes que me imputaron y por los cuales la vida perdí, aunque uno confesé, nunca los cometí. Con la mente nublada por el castigo del inquisidor ¿a qué sufrir más, si de la muerte ya no escaparía? Llevaba tiempo encarcelado sufriendo todo tipo de torturas; se empeñaron en convertirme en un asesino. Recuerdo cuando me arrestaron en mi Valladolid del alma, de nada me valió ni ser marqués, ni comendador, ni tan siquiera, caballero de la Orden de Santiago; tampoco, el que hubiera comprado el patronato del convento de las monjas de Portacoeli. ¡Las traté cómo hijas! Pero, a lo peor, conseguir despojarme de este patrocinio, fue el verdadero motivo de mi arresto y posterior condena. El caso es que fui sentenciado a morir. Todavía retumban en mi cabeza aquellas horribles carcajadas procedentes del callejón, surgidas al apoyar el cuello en el madero del cadalso.
Después, tal vez el Santísimo consideró que la mejor manera de pulgar mis pecados fuese esta: protegería la plaza de toda influencia maligna. Desde entonces, muchas han sido las noches que obligado me he visto a batirme espada en ristre contra todo tipo de sombras, espectros y figuras siniestras. Todo para que, aun en tinieblas, se pueda pasear por este punto de Madrid sin que una voz espeluznante, manifestada a espaldas suya, le ofrezca comprar su alma. Tenga cuidado, amigo. Y si nota algo extraño, avíseme sin falta.
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