Estoy sentada en el salón de casa, viendo una serie, más bien estoy mutando, ausente del bullicio de la ciudad que ruge tras mis ventanas. Todo lo de fuera me resulta tóxico, coches, desconocidos, prisas, contaminación acústica, aparatos electrónicos robando las vistas, las miradas, los encuentros, creo que también se han quedado con los saludos. No sé, pero aún así todo me resulta mejor para mis hijas aquí, lejos de mi barrio. Siempre supe desde niña que me iría de allí, lo supe desde que tengo uso de razón. Lo supe en el columpio mientras sin vendas en los ojos veía las realidades que les niego a mis hijas. Esos variopintos mundos y submundos donde me críe, llenos de tascas de marineros y bares de fulanas, de drogadictos, de padres en el parque riendo, mientras las papelinas hacían que aquellos lugares infantiles fueran crematorios de generaciones. Se palpaba el sudor y lágrimas de supervivencia. Pero ahora estamos lejos, en el torreón de nuestra casa, que a veces se me antoja un poco prisión.
Echo la mirada atrás y recuerdo las peleas, las broncas y los borrachos de siempre con las mismas cantaletas. Recuerdo mi colegio donde te enseñaban que tenías que ser peleón, porque no había acoso, había violencia. Pero no pasaba nada, casi nunca, y podías caminar sin miedo, porque eran tus vecinos, y te sonreían porque eras de casa. Sí que curioso, de casa, yo nunca me sentí así. Pero sí me sentí agradecida, porque jamás anduve con miedo, me enseñaron muy bien la jerga de sus calles, y los callejones a los que no debía entrar en determinadas horas, porque sentirme a salvo no era lo mismo que no saber donde se hallaba el peligro. Ahora todo es distinto, los peligros se esconden como el polvo, a veces bajo la cama, donde menos lo esperas.
Sé que tengo una deuda para con esas calles, sé que me enseñaron a luchar, a no llevar vendajes en los ojos y conocer las realidades que no se ven desde este hermoso ventanal, donde sus gentes caminan erguidas repudiando a la gentuza como yo, si ellos supieran de donde vengo…
Entonces me río, porque no soy de ninguna parte, aquí no pertenezco, pero sí mis hijas; y de allí tampoco soy, porque no me siento como ellos, atrapada en un ciclo sin fin de desventuradas generaciones que no salieron de esas cuatro calles y de esas cuatro tascas, a no ser para morirse o acabar presos.
Sigo en el sofá y siento las risas infantiles de mis niñas ajenas a todo, ríen con sus cachivaches de videojuegos, entre las paredes de un amplio cuarto que hace las funciones de parque, pero sin dosis de realidad y también sin dosis de libertad, aunque de sobra sé que los peligros acechan siempre, lo aprendí en mi barrio, entre sus gentes mohínas pero al menos honestas con lo que eran.
Y por un instante siento que me equivoco, que no sé que clase de seres humanos serán mis hijas si sus ojos nuevos solo ven fantasía, si no corren libres por las calles sabiendo que callejones evitar, si no entienden que es necesario el esfuerzo para salir o entrar de un lugar. Pero entonces me vienen los nombres de mis viejos amigos de la infancia, congelados aún allí, en aquellas calles, donde el tiempo tiene otra medida, como si el siseo de una sirena los llevara a vararse en un arrecife sin salida, y el temor a verlas perdidas me supera y vuelvo a sentirme a salvo tras mis ventanales. A buen recaudo.
Salgo a que me de el aire, me mezclo entre el gentío y diferencio quien está de paso, quien está en su barrio y quien está de caza, y vuelven mis viejas calles a darme otra lección. Quién sería yo de no haber corrido por aquellas aceras, que clase de visión tendría, quizá sería otro ciego más de estos elitistas lares donde casi nunca saben nada porque viven al margen de todo. Siento náuseas, porque comprendo una verdad absoluta, puedes escapar de un lugar como aquel, pero el lugar nunca escapa de ti. La confusión vuelve hacer que me cuestione que clase de educación estoy dando a mis niñas, no son como yo, no saben lo que yo, qué van a saber cuando sean grandes, verán tras el velo o estarán tan apartadas que no tendrán necesidad de ver más allá de estos estupendos edificios que parecen ser un muro de Berlín invisible. No lo sé. Sabrán reconocer el peligro, ahora que se esconde y cuela por cualquier parte…
Sólo sé que todo lo que aprendí lo descubrí lejos de este muro, donde estoy segura mis amigos siguen en los mismos parques.
Vuelvo a casa, y el tintineo infantil de sus voces hacen que me sienta de nuevo a salvo, como cuando era niña, y sabía que todo iría bien si evitaba ciertas callejuelas, a ciertas horas, con diversas gentes. Vuelve la duda a mi cabeza, cómo voy a enseñarles que caminos no tomar, si no caminan fuera de estos adoquines, si no conocen a los amigos de la calle, si nadie les muestra las máscaras y las muchas caras de las ciudades. Pienso, intento trazar un osado plan de aprendizaje para ellas. Lo decido. Iremos de paseo por mi viejo barrio, a ver a mi vieja gente, pues a fin de cuentas la estampa de mi sombra fue forjándose entre las viejas calles de las que vine, y que hoy en la lejanía me muestran de nuevo que camino debo evitar. Voy a enseñarles desde la seguridad de mi mano, a que sabe la libertad. Voy a enseñarles lo que se esconde ahí fuera, a fin de que entiendan por donde sí, por donde no y por donde nunca. Pues yo vine de allí y sé jugar a ser de aquí, mi herencia de saber no puede quedarse tras los ventanales de casa, o nunca serán del todo libres.
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