_ ¿ En qué calle vives?

_Yo no vivo en una calle, vivo en una casa.

Bien podría tratarse de un chiste, pero la seriedad en su expresión y la contundencia de su voz, dejaban bien claro que no bromeaba.

Acaso pensó que yo sí…que yo vivía literalmente en una calle. Su tono de voz y sus ojos cándidos, delataban el asombro de quien ve algo por primera vez.

Sus sospechas tampoco estaban muy lejos de ser un disparate, podría decirse que yo, cuando tenía su edad, sí vivía en la calle, como el resto de niños y niñas que habitábamos los pueblos en los arcaicos años 80.

Concretamente en la Calle del Río. Y como era la mía, era la mejor. Esto si está lejos de ser un disparate, porque hoy, muchos años después, sigo pensando lo mismo.

No tiene menos de lo que un niño necesita : anchura para correr.

En verano además, gozaba de unos privilegios que la convertían en el sueño de todo niño. Y es que su nombre no es casual. Como la mayoría de los núcleos rurales de menos de 100 habitantes, sus calles toman el nombre de los elementos naturales o artificiales próximos a ellos. Tiene su lógica.

Eso no significa que no tuviésemos personajes ilustres en el pueblo a los que honrar, nada más lejos de la realidad. Basta sentarse, aún ahora, en torno a la hoguera de San Antón a escuchar y observar el chispeo hipnotizador de las carrascas, y todos, toditos, van llegando, sigilosos, como acostumbran los fantasmas, al calor de la hoguera y de los corazones de los que aún estamos.

Vienen todos, y de todos, tenemos al menos un acto heroico que recordar, que sin duda, le harían digno de llevar el nombre de una calle. (Ya se sabe que otros, por menos, lo llevan).

Pero volvamos al río, al río que da nombre a la calle y a la calle que no sería lo mismo sin su río…

Todo estaba permitido y sin embargo, nuestros juegos estaban al refugio de una entramada red de reglas y normas invisibles. Nadie las nombraba, pero todos sabíamos de su existencia. Nos ponían continuamente, cara a cara con los límites, propios y del entorno…pero siempre con la certeza de que existía una segunda oportunidad. No se entendía de otra manera.

Es sencillo: la calle te permitía jugar y jugar es existir.

Jugar era coger «cucharetas» y era también hacer cabañas con cañas, cartones y plásticos ( por si llueve ).

Jugar era imaginar ser «Tarzán», «Jenny» o «la mona Chita», entonces, el olmo se convertía en una peligrosa selva con un inmenso río, que multiplicaba además de sus dimensiones, sus peligros. Jugar era entonces, buscar estrategias para salir ilesos de tan inhóspito territorio.

Jugar era también recorrer todas las calles del pueblo buscando bolsas de pipas «Churruca», de las de antes, de las que abrías con los dientes. Al igual que a los niños, las calles también les pertenecían y podías encontrarlas a montones, al antojo del viento. Entonces bastaba una piedra para conseguir la cadeneta más larga de la historia de las pipas «Churruca».

Jugar era empezar y terminar a tu antojo.

Jugar, era hacer carreras con las bicis, comer nísperos verdes con sal y pintar con tiza de escayola durante horas, haciendo de tu calle, una enorme pizarra.

Jugar era salir al monte a buscar arcilla y que sin darte cuenta se te hiciera de noche. Era también, pasar horas dando vida a la arcilla que habías encontrado.

Era pasar tardes enteras jugando «al bote» y hacer collares de moras para después hacer vino con ellas. Jugar era pintar en el suelo la rayuela o saltar a la goma.

Y pasaban las horas, y la voz de tu madre desde la ventana, te recordaba que no habías comido. Y otra vez, cuando a media tarde la oías desde el balcón, a voz de grito, le suplicabas esa mágica «merienda-cena», que era sinónimo de verano y de libertad.

Siempre había algún bocadillo esperando en las escaleras de la iglesia a que su dueño se dignara a darle un bocado tras un acelerado: -¡ No se vale! para dos segundos más tarde, con la boca llena, continuar el juego donde se dejó.

Llegaba entonces la «hora feliz» de los perros, propios o de los vecinos, que al igual que los niños y las bolsas de pipas «Churruca», merodeaban a sus anchas por las calles de la localidad y… noche sí, noche también, festejaban con tortilla y pan de horno de leña, la plácida vida del pueblo.

Jugar era también conquistar nuevos territorios, salías entonces a «explorar» y a «buscar tesoros», sin sospechar entonces, que el mayor tesoro era gozar de una infancia como la tuya.

Probablemente, hace 30 años, preguntarle a un niño: «¿en qué calle vives?» era tan simple, como su posible respuesta. Yo desde luego, lo tenía muy claro. La vida no se entendía de otra manera.

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