El día llegaba a su fin. Eso era todo. Sin una banda sonora melancólica, sin una lágrima, sin más que su cartón, un par de mantas y su inseparable amiga la botella. Nadie lloraría el paso del tiempo, ni siquiera puestos, llorarían su falta. No quedaba nadie después de la pérdida de su pequeña. El accidente lo había cambiado todo.Él se solía llamar Eduardo, Eduardo Pérez Anodino; su gran carga, su estúpido apellido. Ese era él, estúpido por pensar que la vida le sonreía, pensar que todo duraba y que podía desperdiciar e incluso despreciar el valioso tiempo que era una tarde en casa con su hija y su esposa. Laura había sido buena con Eduardo, es mas, había estado realmente enamorada. Al menos así resultó los primeros diez años… 20 años más tarde ella estaba harta de su condescendencia, su orgullo henchido y su palabrería rocambolesca. Fue un abogado pasable, de éxito, dirían algunos.Sin mucho que ofrecer a la vida, más que escenas de poca virtuosidad en los juzgados y logros poco honrosos, como dejar escapar a una o dos personas de la cárcel que no hubiera debido, su ego era más grande que todo él. El tiempo parecía detenerse cuando se miraba al espejo cada mañana, constataba su agilidad al levantar ambas cejas simultáneamente, con ejercicios diarios y practicaba incansablemente su sonrisa de «marfil» de forma reiterada. Sin embargo el tiempo parecía querer pasar deprisa, como de puntillas, cada vez que tenía que lidiar con su vida personal, donde solo era él, sin florituras ni grandes trajes. Solo estaba Eduardo, su mujer y su hija. Aquel viernes, peinó su pelo moreno, envolviéndolo en una nube de gomina y condujo con rabia ala vuelta de un día de compras, quería dejar a su familia rápido, fue tarde anodina, como su apellido en «meaburrolandia», él quería llegar a casa y perderse en el traqueteo de las llamadas telefónicas, en sus papeles de casos atrasados, e incluso en llamar disimuladamente a Betsi, una austriaca con unas piernas fabulosas, con la que tenía una pequeña aventura. Sería fácil poneruna excusa… sin embargo… el camión, grande como lo sería un oso al arroyar a una liebre, los embistió… él iba rápido y su mente no estaba en aquel carril cuando a lo lejos vio el esa montaña de metal desviarse en su dirección, cuando su esposa gritó y movió sus manos, aun entonces, él no estaba allí, estaba bajo las sábanas, con las piernas de Betsi entre sus labios….Para cuando despertó, su vida era otra. Su hija tenía 5 años cuando su padre la mató. Rubia,preciosa, su niña… para la que no había tenido mucho tiempo y ya no estuvo… simplemente … la vida siguió así… su mujer le abofeteó, lo hizo casi a diario, con sus palabras y su fiera mirada.Nada fue comparable a lo que Eduardo sentía dentro… Betsi abandonó su mente, al igual que lo hizo su trabajo, terminaron despidiéndole y su mujer terminó yéndose. Ella siempre supo que algo pasaba, pero él se creía más listo, él se creía que ella le seguiría queriendo siempre, como un ancla al que aferrarse cada vez que la cagara, pero ya no había ancla, ya no hubo nadie… porque no conocía a nadie…sus padres llevaban muertos algunos años, el resto de su familia no estaba allí, ni siquiera tenía contacto con ellos. Maldita inmigración… ¿por qué los andaluces tenían que hacerse manchegos?,¿por qué no conocía a nadie…?Al perder a su ancla, perdió la estabilidad en su vida marina, empezó a ir a la deriva, bebiendo,sobretodo bebiendo, hasta que su trabajo dejó de importarle…¿Ahorros? – Nunca tuvo, ¿para qué?, era un hombre de éxito, alquilaba todo para no tener que pagar impuestos, para no tener que preocuparse por cosas, todo era una farsa que duraba cuanto le durara el sueldo y así tan pronto como su vida estaba en la cima, estuvo abajo muy abajo…noche y día entre melancolía y alcohol, recordando las primeras palabras de su hija, su primera sonrisa, el calor de su tacto al cogerla entre sus brazos, su primer papa… y … ya no habría ninguno más…El proceso fue lento y doloroso, pero fue poco a poco perdiéndolo todo, hasta que llego el momento en el que su piso no pudo ser pagado… no tuvo nada más que vender o cambiar a cambio de una buena botella de Jack Daniels, ya no pudo ni siquiera conformarse con un vulgar Larios… ya simplemente acabó en la calle. Sus conocidos le rehuyeron y los que no , el se dedicóa ahuyentarlos y solo le quedó el cartón, el duro y frio cartón….a sus 60 años, con toda su culpa a un a sus espaldas, una pequeña mochila y algunas mantas… seguía esperando el momento en el que el frío le arrebatase lo único que le faltaba, porque en el fondo el sabía que se lo merecía,que él debería ser quien se hubiera llevado ese camión, pero ya nada más podía hacer , más que esperar que volviese a por él en forma de lluvia , frío o hambre…. y Eduardo, allí, en esa esquina,en la que pedía cada día, lo esperaría con la mirada anhelante y le suplicaría que lo llevase también a él.

Autor: Ibán José Velázquez de Castro Castillo

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