Mi calle es un mundo a medio construir. Un proyecto inacabado.
Cada mañana, los niños van de la mano de sus madres camino de la escuela con kilos de cultura a sus espaldas. Allí, durante muchos años, les enseñarán a admitir todo aquello que después debería resultarles inadmisible.
Una de las madres acelera sus pasos para adelantar a las demás. Camina ausente y nunca habla con las otras. Lleva gafas de sol, tal vez, para no verse deslumbrada si es que alguna vez le alcanzara para iluminar su sombría existencia. Es la misma que a veces, entre sus cuatro paredes, y después de los golpes, suele gritar como si fuera una amenaza: «¡Cualquier día…!».
Vanessa baja del coche del desconocido de hoy. Llega desmadejada. Su rostro está tan desdibujado como un manuscrito bajo la lluvia. A duras penas alcanza su portal, en el que se introduce a toda prisa sin mirar a nadie. Sin ver a nadie.
La calle huele a basura, verduras y especias. Es como un inmenso mercado donde todo estuviera en venta para clientes que nada pueden comprar. Las puertas permanecen abiertas desde el amanecer hasta que la luz se apiada de nosotros y permite que caiga la noche. Cada casa desprende un olor que la caracteriza, mezcla de humedad y sopa descarnada a partes desiguales. Así les huele el alma. La misma brisa que arrastra los papeles de la calle, hace ondear en los cordeles sus más íntimas banderas.
En un alarde de equilibrio mágico, el zapatero mantiene las gafas al borde del precipicio de la punta de su nariz mientras golpea con saña un zapato cansado de mil caminos. De vez en cuando hace una pausa y mira por encima de ellas intentando alcanzar el horizonte que imagina más allá del dintel de la puerta. Dicen que nadie jamás alcanzó a verlo fuera de su cuchitril. La tienda de telas ofrece orgullosa su selecta mercancía, en el mismo viejo cartel escrito a mano: «RETALES BARATOS». Piezas de puzzles diferentes que alguien conseguirá encajar para así poder cubrir sus vergüenzas según la temporada.
En el centro de lo que alguna vez pareció un jardín, el medio cuerpo de bronce de una cantaora envuelta en su mantón de Manila, se pavonea desde lo alto de su pedestal de mármol blanco con zócalo de orines. Aunque muda, su presencia nos recuerda que pasó a ser inmortal en el mismo instante en el que murió. Solo cantaba penas. Frente a ella, al sol, unos ancianos compiten en inmovilidad, mientras en un rincón, esqueletos metálicos de colores esperan amontonados junto a la puerta del taller de bicicletas. Tanto unos como otros saben que nada volverá a ser como antes.
El cartero reparte misivas con desgana mirando antes cada sobre con la curiosidad de conocer el nombre de aquel iluso que, a pesar de todo, aún desea recordarnos. Se detiene un segundo para, con una inspiración exagerada, tomar aire gratis de la panadería que perfuma el entorno con victorias intermitentes sobre el hedor a miseria, y luego, como tras salido de un leve trance, sigue su camino.
Cae la tarde y los viejos se baten en retirada apoyados en sus bastones. Se acabaron por hoy las mentiras de cada uno, sobre lo que fueron y sobre lo que pudieron ser, resignados a lo que son, conscientes de que un día más ganaron la batalla, aunque en la guerra tengan asegurada la derrota.
Vanessa vuelve a su esquina. Apoya su peso sobre un solo tacón, mientras con el otro sujeta la pared, enseñando un poco de lo que esconde entre sus muslos. Las viejas murmuran tras las persianas echadas. Las mujeres cambian de acera. Los hombres, disimulando su mirada lasciva, escrutan cada milímetro de las piernas de Vanessa, a través de los cristales del bar de enfrente, aún con el primer vino de la tarde. Los niños, de regreso de sus juegos, la miran a la cara con descaro, intentando vencer un cierto temor a lo desconocido, en un inútil intento de desentrañar ese misterio que nadie les desvela. Ella sonríe a todos solo con los ojos, mientras un perro olisquea las esquinas. En la mía, recibo dinero a cambio de sueños efímeros y eternas pesadillas, envueltas en diminutos paquetillos blancos.
A lo lejos se oye la consigna que anuncia la inminente aparición de la policía. Miran a Vanessa, miran a la inmortal cantaora muerta y me miran. Lo miran todo y fingen no ver nada, mientras mascullamos entre dientes algo que siempre les negaríamos. Recorren la calle a paso lento hasta perderse de vista. Antes de doblar la esquina se detienen para mirar atrás. Con un gesto estudiado, comprueban que todo sigue según el orden establecido y desaparecen. Un coche limpio aparece por esa misma esquina y circula inseguro hasta detenerse frente a Vanessa. Ella diseña su sonrisa preferida, se acerca, hablan, sube y se marchan.
La mortecina luz de las farolas, apenas consigue dibujar nuestras siluetas. Es cuando la campana de la torre de la iglesia arroja su tañido automático para recordarnos que Dios, aunque no lo parezca, también está entre nosotros.
Monumento a Pastora Pavón, en la Alameda de Hércules, de Sevilla
Iglesia de Ntro. Padre Jesús del Gran Poder.
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