Al final ella me deja de responder los mensajes y al tiempo vuelve con su ex, ahora no ex. En todo caso, lo que importa de esta historia es la trama y no el desenlace porque, como escribió Borges, la intensidad es una forma de eternidad.
Fue en la cocina de la pensión universitaria que me invitó a dar un paseo.
—Está rico el día ¿te gustaría ir a caminar por el centro más tarde? —me propuso mientras se le quemaba una croqueta en el sartén.
El aire estaba cargado de humo, así que abrí la ventana de par en par.
—Cuando termine el estudio podría ser —le respondí inexpresivamente para disimular mi entusiasmo.
Llegada la tarde, mientras caminábamos por Álvarez, me miró con sus ojos de Chip y Dale y luego me pasó su celular.
—¿Viste ese meme? Es demasiado bueno, la cagó —me dijo con su voz de locutora radial.
Ya había visto esa imagen, pero igual me reí, es cuestión de educación. Cuando le devolví el Samsung Galaxy, aproveché de mirarla furtivamente por algunos segundos. Entonces pude apreciar cómo acomodaba con delicadeza su mechón de pelo color Corn Flakes tras su pequeña oreja, cómo los rayos tornasol iuminaban su nariz con montura.
Un rato después, tras una espera eterna en el paso peatonal del bandejón, cruzamos hacia Viana con calle Ecuador.
—¿Has visto un coipo alguna vez? Yo desde que llegué a Viña no he visto ninguno. Tienen hasta una canción en Youtube, son todos unos rockstars —dijo moviendo sus finas manos que tenían vida propia.
—Hace un par de años los iba a ver al puente Casino antes de los exámenes, me traían suerte. Vamos, a lo mejor vemos alguno y así por fin me gradúo.
Ya en el puente Casino, nos inclinamos sobre las barandas blancas en busca de alguna señal. De pronto, unas arrugas de flan se dibujaron en el agua color café con leche del estero.
—¡Mira! Ooh es como una nutria con cola de guarén. Qué genial ¡salvaremos el semestre! —gritó emocionada levantando sus brazos como si su equipo hubiese metido un gol en la final de la Champions League.
El coipo se deslizaba orgulloso en el agua con sus largos bigotes al aire; se creía el Michael Phelps del humedal. El parsimonioso coipo nadó hasta un tronco. Los dos estábamos hipnotizados contemplando al habitante del estero. Inusitadamente, ella rodeó mi brazo y cargó su cabeza en mi hombro. Minutos después, se distanció de mí y sacó su celular de su bolsillo izquierdo.
—Oyee, toma, sácale unas fotos —me susurró, como si fuese a espantar a la criatura con su dulce voz.
—Pero estamos un poco lejos, no se ve muy bien —le respondí.
—Usa el zoom, lerdo —repuso con su sonrisa de Blake Lively.
Después de devolverle el celular, ella se apegó a mí. Me puse nervioso, porque me gustaba, desde la primera vez que la escuché hablar, cuando desempacaba en la pieza vecina a la mía en la pensión.
— ¡¿Viste sus patas?! Son como de pato, ¡qué loco! —gritó y se llevó la mano izquierda a la boca, no quería espantar a la peluda criatura.
Mientras seguíamos contemplando el humedal, ella volvió a poner su pelo olor vainilla sobre mi hombro. Segundos después, arrojado por un impulso, giré mi cabeza. Cuando nuestras mejillas se encontraron, sentí su tibio ph dulzón. De repente, me dio un beso suave en el borde de los labios. En respuesta, le di un beso corto con los labios cerrados -un beso de pato-; entonces se desató una guerra de besos de pato. Después de un rato, se creó un puente entre dos mundos opuestos: ella tan colegio inglés, yo tan liceo con nombre de metralleta rusa. Luego se apartó, entonces su sonrisa hermoseada por algún ortodoncista re capo iluminó todo el puente.
—Igual tiene su aire a Venecia la vista, pero ¡bien poobre eso sí! —susurró a la vez que se apegaba a mí otra vez.
Ella conocía Venecia. En las vacaciones de invierno pasadas había ido por tercera vez a Italia; mientras yo viajaba feliz, en un micro bus con olor a vomito de algún recién nacido, hacia mi querido pueblo.
El coipo desapareció, entonces cruzamos hacia la vereda del frente, donde el humedal y el océano Pacífico se reúnen. La tarde caía en forma de arrebol. Sobre el mar se posaban colores violáceos en un mousse de degradé anaranjado. En esos momentos, sentía que el tiempo corría más lento, que solo existíamos nosotros dos.
Y hoy, varios meses después del coipóreo atardecer, cuando caminaba por tres norte con tres poniente, de repente, escuché su risa. Sobresaltado miré hacia la vereda del frente y era ella. Sentí que me pasaban un rastrillo por los intestinos, y es que después de casi un año desde que me dejó los dos ticks azules en Whatsapp, la volvía a ver. Iba radiante con su chalequito color alfajor puesto, de la mano con su ex novio, ahora no ex. Pensé en gritar para saludarla, pero el miedo a que me ignorara otra vez, pudo más. Tragué saliva y apuré el paso de vuelta hacia la pensión.
De regreso me detuve en el puente Casino, con la esperanza de ver algún coipo, pero de un año a otro se habían esfumado. Entonces quise llegar rápido a la pensión a pasar tiempo solo en mi habitación.
Ahora estoy acá en la pieza, encerrado en mí mismo, escuchando “a un minuto de ti” de Duncan Dhu en el trizado Iphone. No me puedo sacar de la cabeza la sonrisa que me lanzó la primera vez que se quedó a dormir en mi habitación; y la desteñida luz de madrugada tatuada en su nariz con montura. Me siento aplastado por los recuerdos, por las ilusiones de lo que pudo ser y no fue. Cuánto me gustaba la rubia piernas flacas que leía a Bombal y que bailaba reggaetón en la cocina, mientras se le quemaban las croquetas…
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