Su madre le había dicho cientos de veces que no saliera a jugar descalzo, pero Pedro nunca recordaba ponerse sus zapatos. Y si lo hacía, indudablemente prefería sentir el calor, a veces abrasador, del asfalto en sus pies. En la calle Pagés del Corro en verano, la calzada podía alcanzar cuarenta y tantos grados centígrados, los vecinos comentaban que si echaban un huevo en el capó del coche se freía en un santiamén. Pero a Pedrito no le importaba. Sus plantas habían alcanzado un nivel de tolerancia tal a los guijarros, las colillas y el ardor, que parecían mimetizadas con el suelo.

Aquel día, como tantos otros, corrió escaleras abajo con su balón medio descosido de tanto uso apretujado contra su pecho, no fuera a echar a rodar. Nada más pisar la acera sintió ese calorcito tan cercano que en un principio le provocaba un respingo para, en poco tiempo, dar paso a aquella sensación familiar. Allí estaban sus amigos, esperando ansiosos su llegada para compartir la mañana chutando la pelota en la absoluta libertad que les proporcionaba la calle.

Muy de cuando en cuando se veía a lo lejos llegar un inoportuno automóvil, que lento y ruidoso avanzaba como un toro manso que pasta en la pradera. Todos los chiquillos corrían presurosos al grito de uno de ellos de “¡¡¡cooocheee!!!”, y se subían al acerado como si de una balsa de salvación marítima se tratara. Reían a la vez que refunfuñaban por la osadía de aquel forastero en su campo de juego, interrumpiendo su diversión.

Entre patadas, risas y discusiones acaloradas sobre las reglas del partido, se dejaba oír a ratos la voz cantarina de algún vendedor ambulante que proclamaba sus viandas. Este canto a media mañana provocaba en algunos la llamada del hambre comenzando la difícil tarea de interrumpir el entretenimiento y convencer al que tuviera alguna monedilla para que la invirtiera algún manjar.

Pedro casi siempre llevaba algo de calderilla encima, su madre le permitía comprar alguna fruta jugosa que lo hidratara, o al menos, que tomara unos sorbitos de agua de algún cántaro de barro, convenientemente situado a la sombra de algún árbol, y que dejara una propinilla al dueño del mismo por tan fresco regalo.

La rutina era cómoda, previsible y deseada. Pero aquel día todo fue diferente y la tranquila calle que se había convertido en la extensión natural de su cálido hogar, se convirtió en una pesadilla. Las imágenes y los sonidos que presenciaron los chiquillos esa mañana, los acompañarían hasta su madurez como un castigo.

Decían que fue una bomba, otros que un escape de gas. En las retinas de Pedro las visiones grabadas le dolían. En su pequeña mano, las monedas extraídas segundos antes de su bolsillo para comprar un refrigerio, quedaron cosidas a su piel. Sus oídos pitaban en medio de un falso silencio. Sus piernas ancladas al suelo sin opción de movimiento. Su balón llegó rodando lentamente donde él permanecía estático y paró junto a sus descalzos pies. No lo vio. No lo sintió. Olía a barbacoa de papá, cuando se distrae más de la cuenta y termina la carne chamuscada, en segundos se vio en su patio escuchando los reproches cariñosos de su madre por un almuerzo nuevamente arruinado. Y se sintió a salvo.

A su alrededor la estridencia de las sirenas se confundía con los gritos angustiados de la gente, no hubiera servido de nada decir o hacer algo. Era invisible. Su menudo cuerpo había pasado a formar parte de aquella calle, como una farola, como una papelera, como una maceta. Las personas corrían de un lado para otro, sus amigos ya no estaban, su mundo no existía. Pero él no podía moverse, no estaba preocupado ni asustado, simplemente observaba impertérrito el caos y la transformación. Si alguien lo vio, nunca lo supo, porque se había convertido en calle en un instante. Fue algo mágico y poderoso, estar allí, como si no estuviera. Con el tiempo parado a pesar de tanto movimiento. Nunca se había sentido tan algo, tan de verdad.

Un gato delgaducho se precipitó contra sus piernas en su huida, pero no fue suficiente para hacerlo regresar, se había transmutado en el paisaje y ni las pequeñas gotas rojas que resbalaban templadas por su rostro, perturbaron su paz.

Nunca supo cuánto tiempo pasó, si es que pasó el tiempo. De repente una voz lejana le gritó algo cerca del oído y sintió una fuerza arrolladora que tiraba de su brazo en algún sentido, obligándolo a desplazarse. Cerró los ojos pues quiso retener la fotografía de aquella calle convertida en campo de batalla, y se dejó llevar.

Sintió como lo llevaban, pero no le importó a dónde ni con quién. De repente sólo tuvo una preocupación “mi pelota» «dónde está mi pelota”.

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