Es pronto, aún no aprieta la calor. Monto en el burro y salgo a la calle. Voy al pilón para que se refresque. Todo el mundo me saluda, yo subido en el burro me siento importante. Cuando regreso a casa, al fondo en la plazuela veo a la pandilla. Hoy, canicas. Hacemos un gua profundo y por turnos chocamos las canicas para regresar de nuevo al gua.
– Juan – se escucha a lo lejos la voz de mi madre – a comer.
Llego a casa, me lavo las manos y me siento a la mesa. Hoy gazpacho y boquerones. En la televisión aparecen imágenes de las avenidas de la ciudad, me entusiasmo y digo:
– Me gustaría ir a pasear por la ciudad.
– Juan, no tienes zapatos, ni tenemos dinero – afirma mi madre.
Me quedo pensativo, pero después de comer el sopor me atrapa y la siesta me envuelve. He quedado a las seis, cuando se calma la calor. Esta tarde, chapas. Hacemos un gran circuito y luego como coches de carreras las chapas corren en competición por el circuito hasta que llegan a la meta.
– Juan – de nuevo la voz de mi madre – a cenar.
Después del ritual de las manos, otra vez a la mesa. Hoy huevos con patatas y pimientos fritos. El deseo de pasear por la ciudad, otra vez, aflora en mi mente.
– ¿Si consigo dinero para los zapatos podré ir a la ciudad? – pregunto con valentía.
– Pues claro, llamamos al primo y te vas unos días – dice mi madre.
Tengo un primo estudiando en la ciudad que es muy divertido. Recojo la mesa y salgo a la calle. Mis padres salen al poyo de la calle a tomar el fresco con los vecinos. La pandilla, protegidos por las sombras de la noche, jugamos al escondite y luego, más de noche, cazamos murciélagos.
Es hora de dormir. Esa noche sueño que estoy paseando por la cuidad con unos zapatos nuevos.
La voz de mi madre me despierta.
– Juan, levántate, vístete y baja a desayunar.
Amanece otro día. Me aseo, me visto y bajo a desayunar leche con cola-cao y galletas. Tengo que hacer recados, luego quiero ir a ver a mi tía.
Llego a la casa de mi tía, le doy dos besos.
– ¿Puedo ayudar al tío a coger tomates para ganarme el jornal? – pregunto con cautela.
– Por supuesto, se pondrá muy contento – contesta mí tía.
Calculo que en una semana tendré dinero para los zapatos. Vuelvo a casa, he quedado con la pandilla. Hoy, churro, mediamanga, mangotera. Luego la comida, la siesta. A la tarde hacemos una ciudad en mitad de la calle con cajas de madera vacías de las de hacer fruta. Luego jugamos a las tiendas y a las escuelas. Después de la cena no voy con la pandilla, tengo que madrugar para ir de tomates con mi tío. Me quedo con mis padres en el fresco a escuchar historias divertidas de los mayores.
Después de una semana ayudando a mi tío con los tomates, en la cena, digo:
– Ya tengo dinero para los zapatos.
– Mañana en el mercadillo, los compramos – indica mi madre.
Todos los viernes, vienen muchos comerciantes y en la calle ancha montan el mercadillo donde puedes encontrar de casi todo. Voy al mercadillo con mi madre y me compro unos zapatos.
– Esta tarde llama al primo por teléfono para ir a la ciudad – me dice mi madre.
Estoy excitado, no puedo dormir la siesta. Me veo caminando con los zapatos nuevos por la Gran Avenida.
– Hola primo, quiero ir a pasear por la ciudad ¿Cuándo puedo ir? – pregunto por teléfono.
– Ven el lunes por la mañana. Iré a buscarte a la parada del autobús – contesta.
La noche del domingo no puedo dormir. Subo al autobús, me siento pegado a la ventanilla. A través de la ventanilla veo los campos verdes y amarillos, los olivares, el cielo azul. De repente todo cambia, ahora solo veo edificios, farolas y coches envueltos en una bruma grisácea.
Cuando llego a la capital mi primo me espera. Sin respiro vamos al piso. Me acomoda en una pequeña habitación. Me doy cuenta que no tiene animales.
– ¿Cuándo podemos ir a caminar por la Gran Avenida que sale por la tele? – pregunto.
– Mañana por la tarde iremos – contesta.
Me despierto en una habitación extraña, estoy deseando que llegue la tarde. A la tarde, un autobús nos lleva a la Gran Avenida, ahora puedo contemplarla.
Una amplia calle cubierta de asfalto enlatada entre altos y enormes edificios, llena de luces, ruidos, olor a gasolina, coches y gente. Camino, pero de repente me quedo ensimismado en medio de la Gran Avenida hasta que de un fuerte empujón mi primo, salvándome de un atropello, me devuelve a la realidad. Me asusto. No entiendo. Aquí no se puede jugar ni a las canicas, ni a las chapas, ni a nada. Todo el mundo anda deprisa y nadie saluda a nadie.
Miro a mi primo, le pregunto:
– Ya he paseado por la Gran Avenida ¿Cuándo puedo volver al pueblo? – pregunto.
Ahora solo deseo llegar a casa, ponerme las sandalias y correr por las calles, jugando al escondite con mi pandilla.
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