Echo de menos las seis de la tarde, cuando por arte de magia las calles se abrían a través de un timbrazo; el sonido de la pelota botando contra la acera, la risa infantil, aunque por aquel entonces no me lo pareciera, de mis amigos mascando chicle, o la dulce voz de mi madre asignándome una hora de vuelta; que yo no cumpliese mi palabra por media hora, y que la vieja, como el policía que se enrolla, te diga que por esta vez pase y que no vuelva a repetirse. Echo de menos las nueve, ese instante de nervios, de despedidas hasta el día siguiente, en el que pensaba qué ocurriría si me quedaba un rato más, absorbiendo la oscuridad latente de una puesta de sol en la plaza de siempre; el griterío desde mi ventana para que volviese a casa, y no desde un teléfono a kilómetros de distancia. Echo de menos las normas y los castigos y el ansia de ser mayor para quedarme la noche jugando al futbito o hablando de la chica que más me gusta de clase.
Nunca hubiera pensado que a partir de cierta edad y cierta hora es mejor quedarse en casa. Ahora recuerdo aquel mundo desde mi terraza, la que antes usaba para dar el balón a mis colegas y decirles que ya bajaba, y pienso en el valor de un tiempo en el que mi única responsabilidad era esa. Observo la plaza, tan vacía de mis amigos, donde nuestros gritos de júbilo hacen todavía eco, y resuenan contra las tapias los lamentos de algún balón encajado, pudiendo verse aún la sombra del héroe que consigue saltar el muro y rescatarlo, guiado bajo el yugo de la ley de la botella, porque aunque no te guste, quien la tira va a por ella. Aún escucho la violencia con la que un tazo golpeaba a otro dándole la vuelta y los llantos del chaval que acababa de perder a Charizard. Puedo percibir el olor a Cheetos Pandilla y el sonido de las bolsas que explotan al abrirse y la alegría del niño al que acaba de tocarle Lugia. Y aún quedan restos de la tiza usada para pintar los palos de las porterías, y la grieta como punto de referencia para tirar el penalti de la victoria, porque aunque vayas doce a cero el último en marcar gana.
El telón se ha cerrado y las luces se han apagado. He cambiado la plaza por el bar de abajo, los Cheetos por la Mahou y el fútbol por los dardos. Me encuentro a mis vecinos que me dicen lo mayor que estoy y yo les veo igual de mayores que siempre: actores de reparto, personas cualquiera que existen a la misma hora en el mismo lugar de siempre. Reconocería su voz aunque nunca hubiese hablado con ellos, porque las paredes de este edificio hablan por teléfono y a grito pelado.
Son las doce de la noche y fumo desde mi ventana, escuchando el crotorar de la cigüeña tras la niebla vallisoletana. Me fijo en las sombras que se proyectan tras los cristales de las otras casas y en el sonido del viento mezclándose con las ramas. Observo la biblioteca, que tan llena de vida por el día permanece ahora callada, y la Parroquia de San Nicolás, durmiendo justo al lado de mi ventana.
Son las doce y cinco de la noche y exprimo mi última calada. El espectáculo ha terminado y los fantasmas de esta plaza se marchan a la cama. Soy el último vecino en pie, y me despido de la afición que vio mis primeros goles y mi primera detención, la que vino después de querer ser demasiado mayor, porque a cierta edad y a cierta hora es mejor decir adiós.
OPINIONES Y COMENTARIOS