-Estaba en el trabajo cuando de repente sentí un horrendo dolor en el vientre que me desplomó-dijo con dificultad.

El médico anotaba silencioso, mientras hojeaba un libro grueso de medicina.

-¿Cuál es su peso? -preguntó en tono serio, sin mirarle a los ojos.

-Aproximadamente 78 kilos-

-Ya veo. Creo que usted tiene cáncer-dijo el médico sin titubear.

Hubo un intenso silencio en el cuarto.

– ¿Cáncer? -preguntó incrédulo.

– Así es. Si somos específicos, es cáncer colorrectal. Sus síntomas encajan a la perfección. El dolor abdominal es uno de ellos. Procederemos a la quimioterapia-

– Pero, ¡lo que me dice es solo una hipótesis! ¡ni siquiera llega a una conjetura! Usted cree que es cáncer pero, sin embargo, no me ha hecho ninguna prueba para verificar que no sea otra cosa-

El médico lo miró furioso y le dijo:

-Mire, ningún enfermito me contradice. Soy médico, tengo la licenciatura y la especialidad. En cambio, usted no es nada, su palabra no tiene validez. Es cáncer. Las pruebas son para los tontos, para quien gasta irresponsablemente el presupuesto del hospital . Le haremos la quimioterapia sí o sí-

Nuevamente se presentó un silencio abrumador. Luego de ello, el médico le indicó que saliera del cuarto donde sería internado en terapia intensiva. Ahí le fue administrado el tratamiento químico por vía sanguínea, y al cabo de los días se vio debilitado. Su cabello comenzó a caerse, y a pesar de que ya existía un popular tratamiento que no producía alopecia, el hospital privado donde se encontraba no lo utilizaba por ser más costoso.

Pasaron los agobiantes días y no lograba evacuar, lo que acrecentaba el miedo de morir por el mal. Y a estas malas experiencias que le hacían odiar la comida y el agua, recibió una carta de la empresa donde trabajaba:

Su petición para ausentarse indefinidamente ha sido rechazada. La empresa no puede soportar que sus trabajadores se den días libres contrayendo una enfermedad considerada como lujo. Usted no es ninguna víctima de nada, usted es culpable de lo que padece”

Agarró con furia el papel, lo arrugó hasta comprimirlo y lo tiró a un bote de basura cercano. La empresa a la que había dedicado tantos años lo había despedido. Si antes tenía fe en su estilo de vida, con esta situación se había convertido en un ateo empresarial. Más la furia llegaría cuando unas enfermeras le informaron que debía abandonar inmediatamente el hospital, la razón de ello era que el hospedaje y los tratamientos no fueron pagados, sus fondos se vaciaron. Estaba destrozado y completamente desesperanzado.

Se retiró del hospital con la ropa que había vestido el día del incidente. Caminaba dificultoso por la calle, mirando a la gente indiferente, gente que no miraba a nadie y que probablemente no se miraban a ellos mismos: personas incrédulas sobre su realidad pues, en su cosmogonía el enfermarse era una desgracia que solo llegaba a la gente que no era exitosa, a la gente con mentalidad de pobre. No sabían que la enfermedad arribaba a cualquiera en cualquier momento.

Pensó que como ellos no miraban al mundo como es, tampoco miraban a las enfermedades a la cara ni hacían nada para evitar que los afectara.

Se tambaleaba por las paredes de varios edificios que cruzaba, los veía desde la calle y admiraba su estrafalaria altura, casi pareciendo que estas columnas artificiales se colapsarían en cualquier momento sobre él. Se vio como en un espejismo, como si las calles llenas de densa neblina por la contaminación no fuesen reales, pensó por un momento que era un fantasma, un alma en pena. El éxito consistía en no ser una persona vulnerable, en ser una quimera fantasiosa.

Llegó a una plaza pública donde vio a un mar de gente. Todo se había esfumado, solo se tenía a sí, a su cuerpo, que era lo único realmente suyo en aquel tiempo, pero incluso había gente que robaba cuerpos para vender los órganos; esto lo llenaba de preocupación, al imaginar toda la gente que estaba en el mismo estado que él, sin nada. Pues, si siendo parte del mundillo empresarial fue ignorado, era de suponerse que a estos efectos la vida de las demás personas no existía: se convertían en un elemento más del paisaje.

Caminó por la ciudad y se encontró con un vendedor de dulces a quien miró fijamente sin que se diera cuenta, luego se acercó y tocó su hombro. El hombre se volteó, se miraron fijamente, extrañados. Era quizás la primera vez que observaba a una persona. Se dio cuenta de que aquel hombre existía, esto lo abrumó y lo asustó.

-¿Va a comprar un dulce señor? -le preguntó el señor de los dulces.

No dijo nada. Simplemente se retiró.

Al seguir caminando el dolor apareció súbitamente. Sentía que sus órganos saldrían expulsados en cualquier momento, tal vez el cáncer se agravó por suspender la quimioterapia. Fue a un baño público donde defecó. No era cáncer lo que tenía, sino estreñimiento. Un estreñimiento que en ese momento cesó y lo dejaba en paz. Ahí comprendió que fue víctima de negligencia médica, y también se dio cuenta que todos sus ahorros y su trabajo se habían esfumado por nada. Su salud se vio comprometida por aquel invasivo y rudo tratamiento, por un estreñimiento no diagnosticado.

Caminó por una concurrida avenida, hasta encontrarse con un cartel que tenía impresa la pregunta «¿QUIEN SOY?»

-¿Quién soy? -se dijo, mirando el cartel.

Reflexionaba de que hasta ese momento no había sido nadie, de hecho, no había nacido hasta ese preciso instante: en el que dejó el cómodo útero de un mundo irreal y sintió el frío del tacto áspero del mundo, el dolor de respirar cada instante de tiempo desperdiciado. Al parecer, muchos de sus colegas y de los transeúntes no han nacido aún, y cuando lo hagan seguramente se escucharán sus llantos por todo el mundo.

Trató de escuchar entre todo el ruido de los automóviles sobre la avenida, pero no oyó ningún llanto.

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